El río se embriaga con la luz
anaranjada del atardecer. Se deja seducir por su lenta pasión que le acerca
hacia las aguas para besarlas, para hundirse en ellas, para satisfacer su deseo
cotidiano. El tedio no pasa por su mente. Es la parte más emotiva de la
excursión: el regreso con la cobriza puesta de sol. Es lenta, no quiere morir y
dejar paso a la noche, es somnolienta, cansina, nos llena de plenitud.
El sol se clava en los ojos, en
horizontal, baña nuestra percepción con reflejos dorados que brincan en las
olas de la estela del barco. Esas olas forman un abanico azul que se prolonga
en una estampa mágica. Las sombras ganan densidad. Nuestro corazón agradece
tanta belleza.
Nos alejamos de esa húmeda
escena de amor, le damos la espalda por envidia. El sol está vencido, traza dos
tiras paralelas anaranjadas. Es serenidad, paz interior
La corriente del río arrastra
ramas que nuestra imaginación convierte en cocodrilos. Cada cual puede elegir
el animal que quiera, aunque no se identifique con la rama. Las aves se
contagian del amor y saltan hacia el cielo, brotan de las ramas, se juntan en
formación para escoltar a estos felices visitantes que quisieran que el momento
fuera eternidad.
Somos los centinelas que guardan
la pureza de ese momento en el corazón para compartir la felicidad en cualquier
instante. Porque cualquiera que sea testigo de esta escena protagonizada por un
sol enamorado y un río apasionado no volverá a ser el mismo. Su vida se
transformará, crecerá como persona y extenderá su cariño hacia la humanidad.
Velamos ese encuentro, esa
metamorfosis, esa demostración de la luz efímera que da lugar al nacimiento de
la noche.
Nos queda el consuelo de que
mañana renacerá el sol e iniciará un nuevo ciclo. Aunque nunca podrá ser el
mismo.
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