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En Gambia no pasa nada 67. Atardecer enemorado.

 


El río se embriaga con la luz anaranjada del atardecer. Se deja seducir por su lenta pasión que le acerca hacia las aguas para besarlas, para hundirse en ellas, para satisfacer su deseo cotidiano. El tedio no pasa por su mente. Es la parte más emotiva de la excursión: el regreso con la cobriza puesta de sol. Es lenta, no quiere morir y dejar paso a la noche, es somnolienta, cansina, nos llena de plenitud.

El sol se clava en los ojos, en horizontal, baña nuestra percepción con reflejos dorados que brincan en las olas de la estela del barco. Esas olas forman un abanico azul que se prolonga en una estampa mágica. Las sombras ganan densidad. Nuestro corazón agradece tanta belleza.



Nos alejamos de esa húmeda escena de amor, le damos la espalda por envidia. El sol está vencido, traza dos tiras paralelas anaranjadas. Es serenidad, paz interior

La corriente del río arrastra ramas que nuestra imaginación convierte en cocodrilos. Cada cual puede elegir el animal que quiera, aunque no se identifique con la rama. Las aves se contagian del amor y saltan hacia el cielo, brotan de las ramas, se juntan en formación para escoltar a estos felices visitantes que quisieran que el momento fuera eternidad.



Somos los centinelas que guardan la pureza de ese momento en el corazón para compartir la felicidad en cualquier instante. Porque cualquiera que sea testigo de esta escena protagonizada por un sol enamorado y un río apasionado no volverá a ser el mismo. Su vida se transformará, crecerá como persona y extenderá su cariño hacia la humanidad.

Velamos ese encuentro, esa metamorfosis, esa demostración de la luz efímera que da lugar al nacimiento de la noche.

Nos queda el consuelo de que mañana renacerá el sol e iniciará un nuevo ciclo. Aunque nunca podrá ser el mismo.



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