Encontré nuevamente en El
sueño de África, de Javier Reverte, unas referencias sobre la esclavitud al
hilo de su visita a Zanzíbar, el gran mercado de esclavos del Índico. El texto,
que transcribo, era especialmente doloroso y mostraba la magnitud de este
tráfico durante siglos. Una parte muy importante de esos esclavos fueron
arrebatados de sus hogares en África Occidental:
África
ha sido territorio libre para la caza del hombre desde hace al menos dos mil
años. La explosión demográfica del continente es cosa de este siglo (se refiere
al siglo XX), pues durante los anteriores sufrió un vertiginoso proceso de
despoblamiento, debido sobre todo al tráfico de esclavos. Tan solo entre los
siglos XV y XIX, la edad de los imperios coloniales, unos quince millones de
esclavos salieron embarcados de sus costas hacia otros continentes. De ellos, un
millón y medio murieron en el camino. Pero no existen cifras concretas de
aquellos que no llegaron nunca a ser embarcados, los que murieron en los
asaltos de los negreros a las aldeas ignoradas y los que fallecieron en las
penosas marchas de las caravanas que los transportaban encadenados hasta la
costa. El corazón se nos congela cuando hacemos un cálculo aproximado.
Es
cierto que las civilizaciones más primitivas, y también las culturas no
cristianas, incluida la musulmana, aceptaron siempre la esclavitud como un
hecho natural. Pero a mediados del siglo XVIII, en plena Ilustración y bajo la
luminosidad del Siglo de las Luces, uno de los más reputados talentos europeos,
Montesquieu, publicó un libro considerado un clásico en el pensamiento
occidental: El espíritu de las leyes, del que sigue emanando en buena
medida nuestra cultura política. En el tomo XV de ese libro, capítulo V, el
venerado filósofo decía lo que sigue para justificar la esclavitud de los
hombres negros: “Es difícil aceptar la idea de que Dios, que es un ser tan
sabio, haya puesto un alma buena en un cuerpo todo negro (…) Una prueba de que
los negros carecen de sentido común es que hacen más caso de un collar de
vidrio que de oro”. Un par de siglos antes, en 1510, otro gran defensor europeo
de los derechos humanos, el español Fray Bartolomé de las Casas, recomendó que
se importasen negros africanos como esclavos a América. Para el fraile, los
indios tenían alma, en tanto que los negros carecían de ella.
Es curioso que cada vez que he transcrito
la palabra negro, el corrector ha puesto unos asteriscos, en una clara
censura de esa palabra. Recuerdo que hace muchos años un amigo me advirtió de
lo peligroso de utilizar la palabra negro en Estados Unidos ya que black
estaba aceptado pero negro (pronunciado por los americanos nigro)
era un término humillante y podía recibir una respuesta violenta por
pronunciarlo.
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