Se une a nosotros un pequeño
grupo de niños. Pequeño y fiel, porque no se separan de nosotros. Conmigo van
cuatro críos atraídos por la portentosa cámara. Uno de ellos lleva una camiseta
de Eden Hazard, el malogrado gran jugador belga que militó en el Madrid. Me da
un poco de pena. Por supuesto, no sabe quién es. Pasa otro con una camiseta con
la leyenda “siempre juntos”. No puede faltar uno con camiseta de club inglés,
en este caso, del Chelsea. Un chaval viste una de Snoopy. Me emperro en
explicarle la relación con Carlitos, que sería yo. Me mira como a un
extraterrestre. Me pregunto quiénes habrán sido los anteriores dueños de esas
prendas y qué les impulsó a comprarlas.
Hablamos un poco de fútbol, tema
de conversación universal. Nos sorprende que no estén en la escuela: son del turno de tarde.
Murales y carteles son el mayor
atractivo de la calle que nos conduce hasta el mercado.
El colorido de los productos nos
anima. El mercado está tranquilo. Las compradoras son escasas. Los niños de las
vendedoras se entretienen jugando y charlando con nosotros. Nos encontramos a Faya
y nos saluda como a buenos y entrañables amigos de toda la vida. Reina una
actividad cansina acompañada del sol y las moscas, que tampoco tienen interés
en darnos guerra.
Sallo nos explica los productos:
diversas clases de pimientos, tomates, limas, verduras, unos peces que nos
miran de forma intrigante, los de mar procedentes de Banjul, un corte de carne
que se desmenuza en una picadora de hace décadas. La carne es de vaca, cabra y
oveja, con distintos vendedores para cada una. Las mujeres no quieren que las
fotografiemos. Tampoco los niños. Para romper el hielo, Miguel Ángel le pide a
una niña que le haga una foto. Nos sorprende al sacar su móvil y ejecutarla con
confianza y cierta experiencia. Seguimos admirando a las mujeres que portan a
sus hijos a la espalda.
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