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En Gambia no pasa nada 49. Retumban los tambores.


 

Fuera se ha ido concentrando la gente del pueblo. Mujeres y niños. Los músicos avivan los tambores. Esperamos con ansiedad al brujo. Nos sentamos frente a ellos.

Suenan los tambores y como si hubieran accionado un dispositivo las mujeres empiezan a bailar siguiendo el ritmo, acompasadas, con movimientos ligeros. Van concentrándose en esa música que se irá haciendo más hipnótica.



Llega el Kankuran (el brujo) con una vestimenta a base de hojas. No lleva máscara, aunque es complicado ver su rostro. Danza, se agita, los tambores adoptan un ritmo más feroz, como si quisieran ahuyentar a los malos espíritus y remover nuestros corazones. Sus movimientos recuerdan a un conjuro. Las mujeres se han animado y van alcanzando el éxtasis.



El Kankuran nos va sacando uno a uno. Cada cual expresa en su forma de bailar su personalidad. Unos imitan sus movimientos, otros le persiguen, le acechan, se dejan llevar, se olvidan de la música y dejan que sea su cuerpo el que improvise al margen de cualquier dictado o lógica. Danzar exige remover el espíritu y abandonar los pasos de nuestra forma de bailar occidental. Desde luego, algunas y algunos gozan de un ritmo psicodélico. Cualquiera diría que les han administrado alguna planta alucinógena. Yo le ataco como un furioso guerrero, lo cual causa las risas de todos.



Ahora toca fusionarse todos juntos: las mujeres y los niños se mezclan con nosotros, bailamos unos detrás de otros, como en un trenecito, alzamos los brazos, pateamos el suelo, lo hacemos alborozados, poseídos por el espíritu de las danzas y las esencias de una ceremonia festiva, alegre, que nos transporta al mundo sencillo de estas gentes. Frenéticos y embriagados, aturdidos y felices, tratando de perder la consciencia, perdiéndola, quizá irremisiblemente, cantando, gritando, saltando y haciendo grupo, levantando el polvo que algún día nos abrazará y que ahora se posa sobre la piel como la mano de un amigo.


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