Fuera se ha ido concentrando la
gente del pueblo. Mujeres y niños. Los músicos avivan los tambores. Esperamos
con ansiedad al brujo. Nos sentamos frente a ellos.
Suenan los tambores y como si
hubieran accionado un dispositivo las mujeres empiezan a bailar siguiendo el
ritmo, acompasadas, con movimientos ligeros. Van concentrándose en esa música
que se irá haciendo más hipnótica.
Llega el Kankuran (el brujo)
con una vestimenta a base de hojas. No lleva máscara, aunque es complicado ver
su rostro. Danza, se agita, los tambores adoptan un ritmo más feroz, como si
quisieran ahuyentar a los malos espíritus y remover nuestros corazones. Sus
movimientos recuerdan a un conjuro. Las mujeres se han animado y van alcanzando
el éxtasis.
El Kankuran nos va
sacando uno a uno. Cada cual expresa en su forma de bailar su personalidad.
Unos imitan sus movimientos, otros le persiguen, le acechan, se dejan llevar,
se olvidan de la música y dejan que sea su cuerpo el que improvise al margen de
cualquier dictado o lógica. Danzar exige remover el espíritu y abandonar los
pasos de nuestra forma de bailar occidental. Desde luego, algunas y algunos
gozan de un ritmo psicodélico. Cualquiera diría que les han administrado alguna
planta alucinógena. Yo le ataco como un furioso guerrero, lo cual causa las
risas de todos.
Ahora toca fusionarse todos
juntos: las mujeres y los niños se mezclan con nosotros, bailamos unos detrás
de otros, como en un trenecito, alzamos los brazos, pateamos el suelo, lo
hacemos alborozados, poseídos por el espíritu de las danzas y las esencias de
una ceremonia festiva, alegre, que nos transporta al mundo sencillo de estas
gentes. Frenéticos y embriagados, aturdidos y felices, tratando de perder la
consciencia, perdiéndola, quizá irremisiblemente, cantando, gritando, saltando
y haciendo grupo, levantando el polvo que algún día nos abrazará y que ahora se
posa sobre la piel como la mano de un amigo.
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