Miriam y Xavi conocieron a Sallo
hace algún tiempo que no me he molestado en averiguar. Sallo regentaba un
pequeño restaurante en el pueblo y trabaron amistad. Esa amistad fue creciendo
y la mejor forma de honrarla es visitando su pueblo y su casa. Hospitalidad de
primer grado.
Una comitiva muy especial nos
espera en el camino de tierra que comunica la carretera con el pueblo. Está
formada por un grupo de mujeres de todas las edades, condiciones y vestimentas,
desde el negro del luto profundo a los colores tropicales. Junto a ellas están
los niños, un regimiento. Son mucho menos mirados que las mujeres y se
abalanzan en tropel sobre nosotros y con total convicción nos toman de la mano
para llevarnos a su casa y darnos de comer. Miriam abraza a Sallo como se
abraza a un hermano al que ansiabas volver a visitar.
Antes de tomar la mano de un par
de críos hago unas fotos. Los chavales se quedan admirados por la enormidad de
mi cámara. Están acostumbrados a los móviles, no tanto a ese pleistocénico
aparato que cuelga de mi cuello. Sí, es un poco pesado e incómodo.
Los niños están deseosos de
estallar en carcajadas. La risa flota en el patio al que nos conducen. Un
frondoso árbol de tronco titánico aporta la sombra balsámica para que esa risa
no se desvanezca. Se deja llevar si eres lo suficientemente gamberro para
colocarla en los labios de los peques para que arropen toda su indisimulada
alegría y espontaneidad. Dan por bueno cualquier gesto: imitar a un león de
afiladas garras que se acerca taimado, mostrarles un mono que les mira desde la
cámara como si acabara de pasar por un casting (monkey, monkey,
gritan y saltan), o los propios rostros de los niños absorbidos por las tripas
de ese fastuoso monstruo oscuro que me acompaña. Les encantan las fotos, tanto
las que ven como las que les hacen. Sostengo la cámara y poso para ellos con
gestos ridículos que arrancan una hilaridad tremenda. Es la eclosión total de
su deseo de gozar. Lo siento por el resto, que se han quedado sin niños, salvo
los más tímidos, que observan con envidia a los que forman un mogollón en torno
mío. Miriam y Miguel Ángel hacen de paparazzis y nos regalan un
maravilloso reportaje.
Dejar que los niños se acerquen
a mí, es quizá el pensamiento bíblico que se mueve por nuestros corazones. Para
un empedernido niñero como soy es un subidón indescriptible. Me encanta ver
disfrutar a la chiquillada.
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