El regreso, con las suaves
sombras del atardecer, nos regala un precioso instante: la salida del colegio. De
pronto, la carretera se ha inundado del colorido de las niñas que regresan a
sus casas. Van con sus uniformes azules, el velo blanco y las mochilas a la
espalda. Van en pequeños grupos charlando de las mismas cosas que cualquier
niña de su edad. Al vernos estallan de júbilo.
Quieren que las llevemos en
nuestras bicicletas. Probablemente vivan lejos o, simplemente, es también un
regalo montar en bicicleta. Yo no me atrevo porque no confío en la estabilidad
de la mía. Los más valientes son Ramón y Francesc.
Pongo pie a tierra y hago unas
fotos a esas niñas tan animosas que gritan de alegría, tocan la cámara grande
cuando la saco de la mochila, preguntan mi nombre, de dónde vengo, se
atropellan unas a otras. La escena es tan entrañable como divertida. Su algarabía
nos hace felices.
Pedaleamos con mayor vigor.
Crece la oscuridad. Descansamos un rato antes de volver a salir para cenar.
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