Alcanzamos el río Bintang y nos
sorprende su anchura. Nos espera como un espejo del cielo, sereno, sin una onda
que altere su superficie, sin mácula, como si estuviera meditando. Las barcas
descansan tras los esfuerzos de la jornada. Algunas son coloridas, alargadas,
de escaso calado.
Suena la llamada del muecín en
la cercana aldea. Frente a la mezquita se han acumulado las sandalias. Los
cuatro minaretes de la mezquita se alargan hacia el cielo. Quien no puede
acudir a ella reza en cualquier lugar sobre una modesta alfombra. La devoción
es enorme. El islam se manifiesta en el recatado velo de las mujeres.
Nuestro comité de recepción son
los niños. Son los hijos de los pescadores. Exaltan nuestra ternura con sus
rostros muy expresivos. Somos el acontecimiento que rompe su monotonía. Son angelicales.
Se acercan despacio y con decisión. Observo el pelo cortísimo de los niños y
las graciosas trencitas de las niñas. Y, sobre todo, sus ojos enormes. Son como
de anuncio. Son la expresión de la alegría.
Los niños de Gambia nos dan una
lección de vida al regalarnos sus risas y su espontaneidad, por buscar nuestros
abrazos y entregarnos con pasión los suyos. El frescor de sus rostros
iluminados contrasta con su situación material.
Van vestidos con excedentes del
consumismo occidental. Son el último reducto de esas prendas que nuestra mala
conciencia deposita en un contenedor para su reciclaje o para estas gentes. Nosotros
nos hemos cansado de ellas, muchas veces antes de que estén gastadas o
inservibles. Otras han ocupado nuestro corazón, quizá por poco tiempo. Nos
cansamos de todo. Sin embargo, para ellos son un privilegio. Muchos llevan
camisetas de ídolos del fútbol a los que probablemente no hayan conocido por no
tener televisión. Quizá les suenan de alguna imagen publicitaria de algún
producto inaccesible. En ellos esa ropa desechada encuentra una nueva vida y un
nuevo cariño.
Su vida es de futuro incierto. Esos
rostros infantiles que nos miran con asombro no se lo plantean. Tienen lo
estrictamente necesario para vivir el momento, hoy. Sin perspectivas. Pero
irradian ese poder innato de la felicidad. Nos preguntamos cómo se puede ser
feliz en estas condiciones. Quizá la respuesta es que no acumulan bienes
materiales y sí atesoran sonrisas. Todo lo que perciben es un regalo. Lo más
mínimo es suficiente para exaltarles y contagiarnos. Nos dan una lección más
allá de la supervivencia.
Es maravilloso jugar con los niños.
Es el mejor regalo de la tarde.
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