Con el apaciguamiento del calor
por el avance de la tarde nos disponemos a nuestra excursión en bicicleta, una
versión gambiana de Verano azul con unos protagonistas algo más crepusculares,
aunque rebosantes de energía e ilusión.
A casi todos nos asaltan las
dudas: hace mucho tiempo que no nos subimos a una bicicleta. Sin embargo, todos
examinamos como expertos las que nos ofrecen en un vallado a la entrada del lodge.
Examinamos las ruedas, comprobamos que su altura se ajusta a la nuestra. No
tengo ni idea de cómo hacer el cambio de platos, marchas y piñones. Tampoco
será necesario ya que el trayecto transcurre por una carretera casi plana.
Charo y María Antonia eligen la furgoneta, que funcionará como coche-escoba por
si alguien cambia de opinión. Practicamos en el sendero de arena de acceso, el
lugar menos adecuado para comprobar el recuerdo de nuestras habilidades. Casi
mejor salir a la carretera empujando la bici. En la carretera el tráfico es
nulo. Sin peligro.
Me gusta sentir el aire en la cara.
Es una grata sensación de libertad. Nos adelantamos, charlamos y vamos
saludando a los lugareños que salen de sus casas a la orilla de la carretera
para disfrutar de esa distracción que es un grupo de locos extranjeros que
gritan de placer sobre sus locos cacharros de dos ruedas. Nos vamos contagiando
de la ilusión de estas gentes que gozan con las cosas más sencillas. Ese es el
gran poder transformador de África, de Gambia, que te devuelve a los tiempos de
la infancia sin importarle mucho la edad de los visitantes.
Dejo vagar la vista al ritmo del
pedaleo por los campos verdes donde crecen árboles solitarios. Pastan cabras y
ovejas, alguna vaca. Se suceden casas y chozas, gallinas sueltas, hogares
sencillos con gente sencilla. Son lo mejor del paisaje. Nos saludan con una
sonrisa, soltamos una mano del manillar y respondemos con el movimiento de la
mano, gritamos hello como si fuéramos políticos en campaña.
0 comments:
Publicar un comentario