El avance por los canales y el arroyo
exalta nuestro espíritu. Vamos en formación, nos pasamos unos a otros con
cierta competencia. Nuestra ansia de aventura se acrecienta. Contemplamos el
color marrón de las aguas que denotan un fondo lodoso, un tanto atemorizante.
Es difícil averiguar la profundidad en esas aguas turbias. Seguro que es
escasa.
No hay construcciones en esa
masa densa de naturaleza. Desconocemos dónde habrá presencia humana. Es tan
compacta que podríamos estar a pocos metros de ella y no darnos cuenta. Aparece
un pescador con una precaria red que le ha permitido algunas capturas, escasas,
seguro que suficientes. No pretende pescar mucho porque es probable que no
supiera qué hacer con los excedentes. La calificarán como una pesca primitiva y
sostenible.
Uno de esos pescadores se acerca
a nuestro grupo cuando paramos para un baño. Solo habla francés. Interpretamos
que será senegalés.
Aparcamos las canoas y nos damos
un baño. Charo y María Antonia se quedan en las canoas. Miguel Ángel se baña
después de un rato de indecisión. El fondo de lodo ayuda a que se hundan
nuestros pies, como si camináramos en la luna o sobre una moqueta vieja y
empapada. Es una sensación, al principio, un poco asquerosa. Ese barro es
estupendo para la piel, para un peeling natural. Nadamos un poco, montamos una
pequeña juerga.
Iniciamos el regreso a buen
ritmo, sin desatender la quietud del lugar, su silencio, su deseo de hacernos
gozar, de sumergirnos en la niñez, en las sensaciones vigorosas, en el disfrute
de la naturaleza. No hace una gota de viento y el sol es poderoso. Nos hemos
ganado una ducha como paso previo para una cerveza refrescante. En la comida se
une a nosotros una joven profesora de Barcelona que lleva una semana en el lodge
desconectando del mundo. La adoptamos con todo el cariño que atesora este
grupo.
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