Paseo por sombras de contraste suave provocados por el vigor del sol. Escucho a las aves, contemplo los juegos de los monos. La naturaleza se aviva con una ligera brisa que se incorpora a la imagen dulce que ayuda a una relajación total.
Sigo el rastro de los sonidos: la charla de los trabajadores locales, el ligero movimiento de las hojas, los sonidos de los animales. Me gustaría saber interpretarlos. Lo hago en abstracto, como mensajes encubiertos que hay que percibir más con el corazón y el alma que con el cerebro.
Charlo con Isabel, que lee un libro de David Foenkinos. Esta vez no he traído ningún libro, ni siquiera una guía. Al final hubieran regresado casi sin abrir.
Sigo la estela de una bandada de patos hasta un frondoso árbol. En lo alto, una colonia de murciélagos. Si no me hubiera advertido de ello Mar no me hubiera enterado. Continúo hasta la recepción. Ahí, en el restaurante y en alguna zona común más hay internet. Mando unos mensajes y fotos. Contesto otros. Un poco más allá, casi en el final del perímetro, encuentro a Charito, que ha realizado su sesión de yoga con el premio de un entorno idílico.
Me recuesto en una tumbona para meditar sobre el mundo, sobre este mundo, sobre mi mundo. Me planteo si me instalaría aquí por una temporada o definitivamente, algo que es habitual en todos mis viajes. Para mi familia quizá fuera un trauma. O se animarían a visitarme con pasión viajera. Para mis amigos, una locura temporal, una extravagancia. Elucubrarían sobre esa decisión tan radical y extraña. Aquí contaría con un lugar estupendo para escribir, ajeno a la vida estresante. Me juntaría con los paisanos, me incorporaría a sus gestos cotidianos. Quizá me captara sin remisión una de estas hermosas y melosas mujeres de vestidos brillantes y sonrisas candorosas y sinceras. Cuando se mueven son espectáculos de luz.
Miriam nos cita en el embarcadero para la excursión en canoa.
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