Miriam nos informa que habrá que
esperar un poco para la actividad de las canoas. Al asomarnos al arroyo
apreciamos que el nivel del agua ha bajado bastante, lo que impediría nuestro
avance. Dudamos de que vuelva a subir y nos indica que la influencia de las
mareas del Atlántico llega hasta esta zona del interior.
Paseo un poco por el lodge,
que está casi vacío, como hemos comprobado a la hora de desayunar. Nos comentan
que esta noche se llenará. La luz es poderosa, infantil, fogosa, no se conforma
con dorar la zona alta de los árboles y se filtra por sus ramas. El verdor es
una caricia para la vista.
Me voy a mi cabaña, Mandinka 3, que
es de cuatro habitaciones y que comparto con otros compañeros de grupo. Me
siento en el pequeño porche para escribir. Frente a mí un señor lee una revista.
A mi izquierda, los trabajadores se afanan en la terminación de la estructura
de madera de unas cabañas que me recuerdan a palafitos. El tejado es de paja o
cañizo. Suena suave, como música ambiental, una melodía local. Han dejado
abierta una manguera para regar el césped y es probable que hayan dejado sin
agua a alguien que quisiera ducharse.
La cantidad de sillas de madera
vacías me sorprende y me deja algo meditabundo. Cruza por mi mente la idea de
que la gente se ha marchado precipitadamente y así se ha quedado ese escenario
sin actores que regresarán tras el descanso. Comenta Ramón que muchos de los
objetos de madera están realizados con la de un árbol local, el Mahoney, que
seguro goza de un nombre más poético para los nativos de estas tierras.
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