Vamos en fila india, como un
disciplinado destacamento. Lo impone la estrechez de los pasillos y galerías.
Procuramos no perder de vista a Miriam o al menos a alguien del grupo. Pronto,
sin embargo, alguien se para, se entretiene en un puesto, amaga alguna compra,
pide precio y regatea, se rezaga. Miriam se da cuenta de que ha perdido
efectivos. Como buena pastora para, retrocede y reúne al díscolo rebaño. Lo más
inteligente es no descolgarse.
Con mi cámara grande creo un
total rechazo de los vendedores que vuelcan sobre mí miradas asesinas: los
fotógrafos no compran y estorban. A pesar de que no he acercado la cámara a mi
cara. La sitúo entre el cuerpo y el brazo, al costado, para que no se golpee,
para que no estorbe el avance. Me olvido de ella. Hago alguna foto rápida con
el móvil, mucho más dinámico.
Atravesamos la zona de ropa: camisetas
de equipos europeos de fútbol, pantalones de chándal, telas que parecen cobrar
vida, bolsos, pañuelos, vestidos tradicionales. Zona de adornos y souvenirs: collares,
pulseras, objetos que no están hechos en China. Los palos para la limpieza
bucal, productos para la piel. La luz se altera por los toldos y las sombras
quejumbrosas, casi pordioseras. Aguantan firmemente. Al salir al exterior el
fogonazo de luz nos ciega.
Mi sección favorita es la de
especias. Sacos repletos que desprenden un aroma sensual, que te capta, te
envuelve. Colores imposibles con propiedades tradicionales.
Una tímida joven vestida de rosa
lleva en brazos una gallina del mismo color. Sonríe.
Subimos a una terraza y todo el
caos del mercado saluda a nuestros pies. Es una superficie continua de
sombrillas y tejados de chapa.
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