Debo reconocer que no sabría
situar en un plano los lugares por los que nos hemos movido en estos dos
primeros días. Carezco de plano y no sé si existirá uno de esos que se entrega
al visitante y que acaba hecho un asco en el bolsillo de un pantalón. Soy
incapaz de trazar un itinerario lógico. Si alguien me preguntara para organizar
su visita me pondría en un compromiso. No creo que nadie me pare en mitad de la
calle y me pregunte tal o cual dirección. Menos mal.
Al trasladarnos en furgoneta de
un lugar a otro perdemos la posibilidad de callejear, que es lo que siempre me
ha servido para situarme. Necesito sentir en los pies la tierra -y no tanto en
mi seca nariz- y los lugares que visito a la velocidad del caminar para retener
los datos y asimilarlos. Quizá soy excesivamente cuadriculado y debo relajarme
y gozar. Dejar que todo penetre en mí y no empeñarme en meterlo todo en la
cabeza y cada cosa en su cajita bien archivada.
Para mí, Serekunda, que es uno
de los lugares por donde nos hemos movido, es una larga carretera en obras (con
participación de una empresa constructora española), calles polvorientas por
donde flota la arena en suspensión, una sucesión de construcciones bajas,
tiendas intrascendentes, rótulos que no me dicen para nada, gente yendo de un
lugar a otro sin aparente orden, lo cual me entusiasma, y la búsqueda de un
centro de la ciudad que me temo no existe. Tampoco sé si nos resultaría útil
para movernos.
Sigo mi instinto y dejo que las
imágenes, los sonidos y los aromas suaves o fuertes penetren en forma de
escenas cotidianas siempre curiosas para un visitante. Ésa es la fascinación
que busco y me atrevo a afirmar que también el resto del grupo. El paisaje
urbano está lejos de la hermosura o de la armonía, pero ofrece un caos tan
sugerente, exótico y dinámico que es infinitamente más divertido.
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