En la playa el oleaje es suave,
paciente, la brisa acariciante. La presencia humana es escasa. Una mujer de
color, con unas vistosas trencitas, juega a la pelota con su hijo. Pasa una
pareja a caballo. A la sombra, alejados de la orilla, los vendedores esperan a
los clientes sin demasiada convicción. Si estuviera en su lugar devoraría la
imagen de esta playa paradisíaca a la que aspira cualquier turista: solitaria,
palmeras incitantes, arena clara, la perfecta combinación de hermosura para el
descanso y la molicie. Se extiende muchos cientos de metros hasta que el
extremo queda difuso por la bruma.
Aparecen unos turistas caminando
junto a lo que podríamos denominar “un protector”, un local que te ayuda a
eliminar moscardones. Él toma el monopolio del moscardón. La esperanza de
algunas de estas gentes está asociada a los tubas, a los blancos. Los
ven como un posible patrocinador, como una vía de escape, como destacaba Iratxe
Gómez en un artículo de El Correo de Vizcaya. En el mismo también
denunciaba un turismo sexual horrible. Los extranjeros pueden aprovecharse
despiadadamente de su estado de necesidad. En su ingenuidad pueden creer que
los blancos han acudido a su país para sacarles de la miseria, algo
desgraciadamente habitual en países pobres.
No quiero alejarme mucho y
mantengo el contacto visual con Miriam y el resto del grupo, a los que han
rodeado pacíficamente esos jóvenes que se buscan la vida como pueden. No piden
limosna. Su dignidad se lo impide. Me alegro. Charlan, van envolviendo al
turista con sus palabras para obtener su teléfono. La escena se repetirá con
bastante frecuencia.
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