La mañana se anuncia con el
canto de los pájaros. Para quien vive en un entorno urbano, como yo, ese canto
es un acontecimiento a las 9 de la mañana. Me resulta armonioso, quizá porque
mi alma está tranquila y el sonido que se filtra me recuerda que estoy inmerso
en una naturaleza domesticada.
Me levanto con energía. He
dormido bien y la ducha termina por espantar los restos del sueño. Con el
desayuno repongo fuerzas. Lo hago en compañía de Francesc, que es de Gerona, y
de Tomás, que vive en Benabarre. Conozco a uno de los matrimonios del grupo,
Isabel y Ramón, de Puentelarreina, en Navarra. El otro está formado por María
Antonia y Miguel Ángel, de Barcelona, con los que charlo poco después. Mar y
Alicia viven en Móstoles. Ya están todos. Hablamos un poco hasta que Miriam nos
dice la hora en que nos reuniremos en la recepción para ir a cambiar dinero
frente al hotel.
Me pierdo un rato por las
instalaciones. A unos metros hay una charca con monos. Me orienta uno de los
empleados que abandona lo que está haciendo y me conduce hasta un puente de
madera flanqueado por dos baobabs que hacen guardia al inicio. Camino por las
tablas y el quejido de las mismas llama la atención de un solitario mono meditabundo.
Es como si le hubieran mandado allí para cobrar entrada a los que quieran
disfrutar de los manglares. Su aspecto es tan humano que estoy por saludarle y
darle los buenos días. Cuando llevo la cámara a la cara me entretengo un
instante y me esquiva con un giro indiferente de su rostro.
A esa hora, casi las 10,30, el
calor es aún soportable y una ligera brisa amortigua la pesada sensación que
nos han anunciado para el mediodía, en que la temperatura puede alcanzar el
rango de 30 a 40 grados. No veo las tortugas de cierto tamaño que suelen
esconderse en el manglar, según me han contado. Es un confortable momento
solitario.
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