Estoy el primero en el embarque
y le pregunto a quien nos va a dar las explicaciones cuál es el mejor lugar. “A
la izquierda, y en el centro”, me dice con cierta complicidad. Desde luego,
cuando el barco empieza a moverse mi percepción es fantástica, aunque para las
fotos tendré que jugar con los reflejos en los cristales. El chándal de un
señor, dos filas delante de la mía, azul y con unas bandas blancas, será un
despropósito y saldrá en casi todas mis primeras fotos.
Empezamos el crucero cuando el
sol aún es perezoso y el cielo está cubierto. Me impresiona la visión de los
cañones con esa luz un tanto mortecina que lucha por empapar los taludes que
caen al río. Quizá el color es más tenue, con menos matices, pero con una
serenidad y un empaque especiales. Mi vista se desplaza de un lugar a otro
buscando los rasgos más hermosos, las combinaciones de pinos con las altas
crestas de las montañas.
El Júcar, junto con el Cabriel,
son dos de los ríos más limpios de Europa. Nada que ver cuando llega a su
desembocadura en Cullera. Su color verde, muy característico, se debe a un
microorganismo que al reflejo con el sol despliega ese efecto verde fruto de la
clorofila. Nos aconsejan hacer el crucero a primera hora (a las 9) o por la
tarde (a las 5) porque ese efecto se multiplica con el de la superficie del
agua especialmente plana que sirve como un espejo.
Quien ha tomado el micrófono y
da las primeras explicaciones es un gran entusiasta de estas tierras. Con razón.
España atesora lugares maravillosos, como éste, y los hacemos de menos, los
denostamos, les sacamos pegas. Quizá no sabemos venderlos. Si nos cobraran un
pastón y este lugar estuviera muy lejos (diría que en el extranjero) y fuera de
difícil acceso entonces lo aclamaríamos. Parece que tiene poco glamour si está
en el interior de Valencia. Un noruego admiraría este entorno por las muchas
horas de sol que él no puede disfrutar en sus fiordos. A esa llamada responde
el sol clamando con fuerza por ser protagonista.
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