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La Manchuela y el valle de Ayora 24. Zarra I



Tengo la impresión de que la fortuna se ha divorciado irremisiblemente de esta tierra dura, curtida por una historia que ha segado tantas vidas. También que ha alumbrado muchas que estuvieron dispuestas a morir por su tierra, por esos campos anónimos que contemplo una y otra vez desde los altozanos consagrados a los castillos. Es una tierra que no se da a engaños, que deja a la luz lo que ofrece y lo que espera de quien se asienta por estos lares.

No visitaré Teresa de Cofrentes, que se encaja en el macizo del Caroig con su sucesión de muelas y barrancos. Lo contemplo desde la lejanía, como conjunto con muy buena pinta. El tiempo se echa encima y me decanto por visitar Zarra.



Admiro las casas blancas en un entorno agreste, un punto salvaje por lo aislado. Lo repaso desde una zona de recreo en que encuentro a un par de familias alemanas con niños pequeños. Si ya me pregunto yo qué hago allí, más aún se lo deben de plantear ellos. Quizá hayan hecho la ruta de senderismo de la Hoz de Zarra, de unos 12 kilómetros. Tomo nota para futuras ocasiones.

No sé por qué pienso que este es un paisaje masculino. No logro identificarlo con rasgos de mujer, con pinceladas de carácter femenino. Es quizá la dureza, la sobriedad, la gama de colores que una mujer siempre encontraría aburrida, o escasamente atrevida. Los colores de la supervivencia sin excesivos placeres parecen más asociables a líneas y formas masculinas. Quizá es todo una estupidez mía o una simple forma de elucubrar y entretenerme. A lo mejor tengo que poner más la música de la radio y entretenerme de otra forma. Me encanta que la mente vagabundeé como mi cuerpo lo hace por los laberintos de las calles. A cada cual lo suyo, sin duda.

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