Tengo la impresión de que la
fortuna se ha divorciado irremisiblemente de esta tierra dura, curtida por una
historia que ha segado tantas vidas. También que ha alumbrado muchas que
estuvieron dispuestas a morir por su tierra, por esos campos anónimos que
contemplo una y otra vez desde los altozanos consagrados a los castillos. Es
una tierra que no se da a engaños, que deja a la luz lo que ofrece y lo que
espera de quien se asienta por estos lares.
No visitaré Teresa de Cofrentes,
que se encaja en el macizo del Caroig con su sucesión de muelas y barrancos. Lo
contemplo desde la lejanía, como conjunto con muy buena pinta. El tiempo se
echa encima y me decanto por visitar Zarra.
Admiro las casas blancas en un
entorno agreste, un punto salvaje por lo aislado. Lo repaso desde una zona de
recreo en que encuentro a un par de familias alemanas con niños pequeños. Si ya
me pregunto yo qué hago allí, más aún se lo deben de plantear ellos. Quizá
hayan hecho la ruta de senderismo de la Hoz de Zarra, de unos 12 kilómetros.
Tomo nota para futuras ocasiones.
No sé por qué pienso que este es
un paisaje masculino. No logro identificarlo con rasgos de mujer, con
pinceladas de carácter femenino. Es quizá la dureza, la sobriedad, la gama de
colores que una mujer siempre encontraría aburrida, o escasamente atrevida. Los
colores de la supervivencia sin excesivos placeres parecen más asociables a
líneas y formas masculinas. Quizá es todo una estupidez mía o una simple forma
de elucubrar y entretenerme. A lo mejor tengo que poner más la música de la radio
y entretenerme de otra forma. Me encanta que la mente vagabundeé como mi cuerpo
lo hace por los laberintos de las calles. A cada cual lo suyo, sin duda.
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