El pueblo se ubica en la
confluencia de los ríos Júcar y Jarafuel. Todo el entorno es agreste, montañoso,
de cerros y muelas, de piel de árboles, marcada por ríos y arroyos. Al
consultar datos, la lista de montes y ríos es tan larga que renuncio a
transcribirla. Prefiero desviarme hacia esta población y parar en una curva de
la carretera donde una familia, o varias, se entrega a un desayuno más bien
tardío y especialmente contundente.
-Que aproveche.
-¿Gusta? -me ofrecen con
cortesía hospitalaria.
-Muchas gracias. Llevo la tripa
llena.
Cuando me alejo un poco
continúan hablando en valenciano. Toda la comarca es de predominio castellano
parlante. Las sucesivas repoblaciones de unos y otros han aportado una amalgama
de palabros que son propios de esta tierra.
Vuelvo a dar la mano a la
soledad y el silencio. Dejo el coche en otro mirador antes de que sea víctima
de una celada en el trazado desigual y estrecho de las callejuelas cercanas a
la iglesia. No me pasa por la cabeza intentar subir al castillo de origen árabe.
Me acojo a que está ruinoso y carece de interés, aunque sus muros parecen bien
reconstruidos. Se alza sobre un antiguo poblado íbero. Si estoy equivocado en
mi decisión qué le vamos a hacer.
Intento tragar toda la belleza
de aquellos campos que acaban estrangulados en gargantas estrechas e
inaccesibles, como la que forman Chorros de la Jávea y la Peña del Buitre. Me
reprocho no adentrarme por esa carretera que se insinúa para seducirme y
conducirme a la cueva de Don Juan, de aquellos tres Juanes que reclamaban para
sí un tesoro escondido. Cada uno mantenía su legitimidad, a su modo. Lo que la
leyenda no dice es si acabaron como el rosario de la aurora.
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