Después de un reparador descanso
en el hotel salgo a la calle animada por el paseo de lugareños y visitantes. Me
he perdido el atardecer. Alcalá está iluminada con primor, con cariño. Las
terrazas junto al río aún no han atraído suficiente público. Es hora de vinos y
cervezas.
Cruzo el río y busco internarme
ligeramente por las calles en soledad. La piedra arenisca del ayuntamiento y de
la iglesia brillan. La placita que forman sus fachadas tiene algo de rincón
acogedor, aunque nadie se atreve a sentarse en sus bancos.
Camino un poco para despejarme y
me rindo poco después. Me siento en la terraza en cuesta que ayer estaba llena.
Encuentro una mesita pegada al muro e inicio mi estudio de las gentes. Varias
parejas, algunos lugareños y parroquianos. La camarera es de Murcia y le sonrío
al reconocer el acento familiar. Charlamos brevemente cuando me sirve la
cerveza. Me entretengo abriendo los cacahuetes.
Quizá en Madrid diría que me
aburro, pero aquí me siento integrado, muy a gusto, muy distraído por los
sencillos placeres de este pueblo. Busco la luna, sigo las evoluciones de los
paseantes. Mando algunas fotos a la familia y los amigos. Todos coinciden en la
belleza de los lugares y el acierto de la ruta.
Para la cena opto por otra
terraza junto al río, ya más animada. La falta de personal en la hostelería es
importante. La camarera no da abasto y se la ve azorada. Se disculpa por la
tardanza en servirme. Sonrío: qué otra cosa puedo hacer.
Me recojo pronto.
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