Con esa sensación de inseguridad,
y de injustos reproches, vuelvo a alcanzar las inmediaciones del volcán, otro
sabroso mirador, del puente de hierro y la figura erguida y un tanto solemne
del castillo y el pueblo de casas blancas. El peñasco que se alza como una
orgullosa joroba es el protagonista absoluto. El castillo está por encima de
todo y marca las distancias incluso con la iglesia. Luego el pueblo se derrama
como puede, se apretuja, y desde allí, el terreno baja hasta el río más bien
desprovisto de vegetación. Como una zona de seguridad.
Dejo el coche abajo. No me gusta
entrar con el vehículo en estos pueblos donde las calles son estrechas y
retorcidas, candidatas para dejarte atrapado sin remisión. Conducir por ellas
es un calvario. Además, siento al caminar que peregrino, que oteo y me aventuro,
que me infiltro como visitante y procuro hablar con los vecinos. Estos están
resguardados en casa para comer. Las cuestas empinadas me hacen sudar.
En la oficina de información me
dan un plano y valiosas instrucciones. La primera, dónde comer, que rugen las
tripas deseosas de reponer fuerzas. Me mandan al hogar del pensionista, a pocos
metros, con buen menú del día y unas cristaleras sobre el tajo del río
impresionantes. La mayoría de los comensales son parroquianos fijos, salvo un
grupo de cuatro mujeres que elevan la voz con primor. Están también de ruta.
Desde allí dejo que la vista lo
abarque todo, que amplíe miras y complete perfecciones. Los tonos ocres se
mezclan con el verdor de las copas de los árboles en la zona baja. La zona
intermedia de las colinas tiene vocación de secarral. Quien habita en estos
lugares debe de ser de carácter sobrio, más cercano a castellanos o manchegos
que a levantinos. El interior de la provincia es muy diferente al litoral.
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