En los viajes y en las
excursiones hay que estar decidido a improvisar, a dejarse llevar por los
impulsos de fuerzas ocultas de nuestro corazón. Esa es la salsa de los viajes.
También hay que saber planificar para evitar equivocaciones o dejar demasiados
lugares sin visitar, a pesar de haber pasado muy cerca. Hay que decidir y
asumir que puedes equivocarte. Y eso me ha ocurrido.
No sé si habrá otra ruta para ir
de Cofrentes a Cortes de Pallás. Mi intención es ir a comer a este pueblo que
cumple con mis deseos de lugar aislado y pintoresco. Reviso en la guía Repsol,
que no he renovado en muchos años, y me lanzo por la carretera hacia el norte. Luego
trazará un arco y bajará hasta el pueblo. El navegador informa de un trayecto
de 24 kilómetros y de una duración de 44 minutos. Me decido a iniciarlo.
La carretera es hermosa. La
montaña conforma un oleaje verde que se pierde en el horizonte gris. Es una
sensación de inmensidad. Si tuviera un espíritu más poético seguro que hubiera
improvisado unos versos que hicieran honor a esas líneas curvas, a esas
redondeces sin interrupción. Aparco el coche y me deleito con esa visión. El
viento murmura, quizá dialogando con el sol o con el bosque tupido, compacto.
Los árboles serpentean hacia el valle. En la bruma se distinguen las dos
poderosas chimeneas de la central nuclear.
Un desvío hacia la derecha
conduce a una carretera más precaria. Es la personificación de la soledad en el
asfalto. Debe ser uno de los hilillos amarillos de la guía. En un momento
determinado tomo la decisión de dar la vuelta. Aún le doy vueltas. Aún estoy
cerca de Cofrentes y no quiero dejar de visitar otros lugares. No sé si la
decisión será acertada. Si no lo fuera, una razón más para regresar a estos
hermosos lugares.
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