El puente de Cortes de Pallás se
perfila a nuestra izquierda. Fue la solución al secular aislamiento de esta
hermosa población.
Cuando iniciamos el regreso nos
permiten salir a la terraza de popa. Sólo en pequeños grupos de seis. Todo el mundo
aprovecha para hacer fotos y desatienden contemplar el paisaje con la fuerza de
la luz del sol. Yo saldré varias veces. Me encanta y me hubiera quedado allí a
perpetuidad. Allí siento libertad, la fuerza del viento, la soledad
inspiradora, la variedad del paisaje de montaña que se despliega y se esconde,
que nutre mi imaginación y me devuelve a un mundo dominado por la Naturaleza en
que el hombre puede destruir pero no mejorar la belleza intrínseca del lugar.
Los más de 500 kilómetros del
Júcar y sus afluentes fueron en el pasado la mejor arteria de comunicación y
transporte, rápido, seguro y barato. Ha caído en desuso, lógicamente. Ahora
debe de conformarse con estos paseos cargados de ocio. Las barcazas se
deslizaban plácidas por este paisaje digno de los dioses. Me hubiera gustado
desembarcar y seguir los senderos a pocos pasos del río, disfrutar de las
alturas, avanzar sin rumbo hasta donde me llevara el destino.
A esta zona la denominan la “Mesopotamia
levantina” por sus muchos ríos. Las montañas absorben las aguas de lluvia y las
distribuyen con generosidad y sabiduría. La cuenca está al 60 por ciento de su
capacidad, lo cual es excepcional en España en el momento en que realizo esta
visita, asolada por la sequía.
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