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La Manchuela y el valle de Ayora 6. Camino de Cofrentes.


 

El día ha amanecido cerradísimo por una densa niebla que impide ver a dos palmos. Es una exageración, claro. Ya me lo había advertido el de la recepción del hotel la noche anterior cuando charlamos un poco y le pregunté cómo llegar a Cofrentes. Luego abrirá y se quedará un día de sol intenso, como de verano. Mañanitas de niebla, tardes de paseo, que dice el refrán.

Si la visión buena de Alcalá es por la mañana, al impactar directamente la luz del sol sobre las casas incrustadas en la roca, me temo que no voy a gozar de ese privilegio y tendré que conformarme con los contraluces de tarde. Así de dura es la vida.  

Después de un buen desayuno he tomado el coche y he salido por ese zigzag que salva el violento desnivel desde la meseta hasta el pueblo y el río. Aquí aún la niebla era comprensiva y se dejaba atravesar. Arriba estaba agarrada a la carretera como si fuera a arrojarse como una fiera sobre mi coche.

Es paradójico: me ha gustado no ver nada. La niebla ha provocado que tuviera que concentrar toda mi atención en la conducción y toda mi imaginación en descubrir el paisaje que atravesaba, fantasmal, misterioso, incomprendido.

El primer tramo era plano y los árboles escasos, al menos los que se dejaban ver, los que la niebla ponía a mi disposición. Los pueblos eran imposibles de determinar. Los descubriría a mi regreso, pequeños, con la torre de la iglesia como referencia. La España deshabitada, la agrícola, la que bosteza mientras trata de subsistir

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