Busco el castillo y tengo la
suerte de encontrar un cartelito y luego unas flechas que bajan. Llego a la
entrada, cómo no, cerrada. Me doy por vencido. Luego encuentro otro camino que
me lleva hasta el parque previo a la fortaleza. Fue musulmana hasta que pasó a
manos cristianas con Alfonso VIII y su victoria en las Navas de Tolosa sobre
los almohades. Fue Juan Pacheco, Marqués de Villena, según leo, quien le dio la
configuración actual.
El sol se oculta tras la hoz del
río. El ambiente se puebla de sombras suaves.
El caserío se despliega a mis
pies, blanco, comprimido por las peñas, el río en lo más hondo. La carretera
como una arteria de comunicación, los árboles marcando el límite de lo
habitado. Una pareja se abraza, unos turistas dan por terminada la jornada y se
suben al coche. El lugar queda en silencio.
Es curioso que admire mejor el
pueblo en la bajada. Me gustan más sus calles y sus casas. Aún hay luz
suficiente para disfrutarlas.
En la cuesta que baja desde la
iglesia un bar con mesas escalonadas ha atraído a los visitantes.
Desgraciadamente, no hay ninguna libre.
Paso el puente y me siento en
una terraza. Pido un vino de la zona, un poco áspero. Descanso, mando mensajes,
escucho las conversaciones.
Ceno junto al río. Lo malo son
las moscas y los mosquitos.
Me siento a gusto.
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