La torre del castillo asoma ufana
sus muros en lo alto de la peña tallada por el río. Me acompaña su rumor, su
avance, el repiqueteo de su nombre. Subo hasta la iglesia de San Andrés, que me
parece enorme. Tampoco está abierta. Esta estructura de pueblo alargado,
iglesia y remate con castillo se repetirá en mi recorrido. Sigo hacia arriba y
me confío a la suerte para encontrar la entrada a las cuevas. Por los consejos
que me han dado busco primero la Masagó. No faltan los carteles. Si hacia la
derecha es la Masagó, hacia la izquierda será la del Diablo, como si fueran
irreconciliables. Me voy fijando en cada calle, me asomo a la parte baja. Para
mi pesar, la Masagó está cerrada. No tienen suministro de agua.
Mejor suerte corro con la del Diablo,
que debe su nombre al abuelo Diablo, un señor de frondosos bigotes que debe ser
una persona bastante peculiar. La entrada cuesta 3,50 euros y da derecho a una
bebida. El interior está repleto de recuerdos, de cachivaches, de aperos, de
máquinas de coser, de todo lo imaginable del campo y del hogar. Los objetos
tendrán su historia y transmiten la misma con el misterio de su silencio. Los
trastos viejos cobran una segunda vida. Hay varias estancias, varias barras,
varios ambientes. Quizá los fines de semana o en verano aquello se llene.
El pasadizo subterráneo
atraviesa la montaña de punta a punta. En el otro extremo contemplo el río,
tranquilo, como si hubiera decidido no continuar en su avance. Un talud en
forma de arco es iluminado por el sol del atardecer.
Subo unas escaleras hasta la
cueva Garadén. Vuelvo a asomarme, vuelvo a disfrutar del paisaje. Tomo una
cerveza, recupero fuerzas y organizo un poco mis notas y mis ideas.
0 comments:
Publicar un comentario