Tomé la carretera hacia Partaloa,
crucé la autovía e inicié el ascenso por la Sierra de las Estancias, la que
limitaba al norte el valle. Un lugar perfecto para descansar, según tenía
apuntado. Lo era por su buen clima. Se habían encontrado asentamientos de la
época del Argar. Tras ser conquistada por los Reyes Católicos la entregaron a
Diego Hurtado de Mendoza, duque del Infantado. El pueblo fue casi destruido en
su totalidad por un terremoto en 1972. Ello obligó a demoler la iglesia y
construir una nueva.
Estaba rodeado de montañas
amenazadoras, los famosos derribos o desplomes que se producían por la
diferencia de dureza de los estratos, los más blandos en la parte inferior. En
el lado derecho de la carretera se acumulaban en desorden varios bloques
enormes desprendidos. Cualquiera de ellos, en movimiento, aplastaría lo que encontrara
en su camino. Se apreciaba mejor desde lo alto, desde la ermita nueva. Tomé el
desvío a unos apartamentos rurales. Más allá, el cementerio.
Disfruté de la visión geológica
y del paisaje hasta las montañas del horizonte. Era verdad que el lugar
destilaba tranquilidad.
Terminé mi periplo por el valle
continuando hacia Huércal-Overa y Cuevas del Almanzora, con las casas
trogloditas que le daban nombre y un interesante casco antiguo. Nuevamente,
traducción en piedra de la prosperidad.
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