Me marché a las canteras. Salí
del pueblo y giré a la derecha en dirección a Tabernas, en ascenso. El viento
era más evidente. Aparecían naves y talleres, piezas de todas clases, las
primeras canteras. A la altura de un huerto solar giré a la derecha. Un pequeño
panel indicaba el camino hacia el mirador de las Canteras. Aparqué y lo
recorrí. En un momento, escuché una tremenda explosión y un trozo de montaña se
desprendió formando una gran masa de polvo. Era una voladura controlada.
Pasé la vista por las canteras.
Los camiones parecían pequeñísimos. Las vetas afloraban entre otros minerales.
Era un paisaje descarnado, quizá cruel con la tierra. Se cubrió el cielo de
nubes muy negras. El viento las desplazaba. Recordé un poema árabe, Antítesis, de Abu Tammam:
La lluvia diluye el
horizonte despejado
dejando tras ella una
claridad
que casi se echa a llover
de tan bella.
El espectáculo era
impresionante.
La lluvia, que tan esquiva había
sido a lo largo de los días se consagró por la noche.
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