El otoño se apagaba y se
acercaba el solsticio. El cielo estaba cubierto y una lluvia fina chocaba
contra el parabrisas. Una mañana tristona. Puse música y dejé pasar los
kilómetros.
Esta vez había tomado la
carretera de Andalucía para entrar por Baza y cambiar de planteamiento del
viaje. Al pasar Despeñaperros fue aclarando el cielo. Me gustaban los
desfiladeros de Andalucía. El navegador me desvío por un atajo hacia Guadix. La
carretera no era mala, con poco tráfico. A esas alturas mi espalda se iba
resintiendo. En Alcóntar nacía el río Almanzora: había entrado en el valle.
Antonio, el de Chercos,
comentaba que la ausencia de lluvias había impedido sembrar el cereal en la
zona más amplia y llana del valle, la de la provincia de Granada. Por eso me
extrañaba que los campos estuvieran arados y no hubiera signos de cultivo, como
si se hubiera decidido dejarlos en barbecho. Por supuesto, el río y las ramblas
seguían secos, aunque al haber descendido la intensidad del sol el matorral
lucía un verde más oscuro.
Esta vez me fijé más en las
antiguas estaciones del tren, muchas de ellas abandonadas y de muros decrépitos
y en la zona de las vías reconvertida en senda verde.
Me gustó la visión de Serón
desde la carretera principal. Me propuse regresar por la zona y explorar las
calles sobre el cerro y los alrededores.
Días antes anoté un hermoso
poema zen que me recordó esta zona:
Los árboles meditan en
invierno.
Gracias a ello, florecen
en primavera
dan sombra y frutos en
verano,
Y se despojan de lo
superfluo en el otoño.
Me sentí como el viajero marcado
por el destino, que se mueve impulsado por otros, según sus designios, los
designios del trabajador que se desplaza a donde está el lugar donde realizar
sus funciones.
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