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Entre mineros y moriscos. El valle del Almanzora 12. Otoño con sabor a solsticio.


 

El otoño se apagaba y se acercaba el solsticio. El cielo estaba cubierto y una lluvia fina chocaba contra el parabrisas. Una mañana tristona. Puse música y dejé pasar los kilómetros.

Esta vez había tomado la carretera de Andalucía para entrar por Baza y cambiar de planteamiento del viaje. Al pasar Despeñaperros fue aclarando el cielo. Me gustaban los desfiladeros de Andalucía. El navegador me desvío por un atajo hacia Guadix. La carretera no era mala, con poco tráfico. A esas alturas mi espalda se iba resintiendo. En Alcóntar nacía el río Almanzora: había entrado en el valle.

Antonio, el de Chercos, comentaba que la ausencia de lluvias había impedido sembrar el cereal en la zona más amplia y llana del valle, la de la provincia de Granada. Por eso me extrañaba que los campos estuvieran arados y no hubiera signos de cultivo, como si se hubiera decidido dejarlos en barbecho. Por supuesto, el río y las ramblas seguían secos, aunque al haber descendido la intensidad del sol el matorral lucía un verde más oscuro.

Esta vez me fijé más en las antiguas estaciones del tren, muchas de ellas abandonadas y de muros decrépitos y en la zona de las vías reconvertida en senda verde.



Me gustó la visión de Serón desde la carretera principal. Me propuse regresar por la zona y explorar las calles sobre el cerro y los alrededores.

Días antes anoté un hermoso poema zen que me recordó esta zona:

Los árboles meditan en invierno.

Gracias a ello, florecen en primavera

dan sombra y frutos en verano,

Y se despojan de lo superfluo en el otoño.

 En una zona agrícola, los árboles eran el termómetro que marcaba las estaciones con sus cambios. En otoño, se volvían más puros al despojarse de lo superfluo. Pero también estaban cargados de frutos, como los naranjos. O conservaban la mayor parte de sus hojas perennes. Con esos ojos contemplé los campos, con la velocidad del coche y desde la perspectiva de quien quería llegar. Disfruté de la escasa nieve en lo alto de las montañas, de los colores frágiles, de los días cada vez más cortos y del sol que cada vez se hacía más de rogar.

Me sentí como el viajero marcado por el destino, que se mueve impulsado por otros, según sus designios, los designios del trabajador que se desplaza a donde está el lugar donde realizar sus funciones.

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