El acercamiento desde Suflí a
Sierro podía resultar aburrido, aunque, de pronto, el valle se estrechaba y
trazaba un hermoso barranco. El meandro del río rodeaba al pueblo y le dotaba
de un tajo que hacía las funciones de foso defensivo. Al fondo de la carretera
aparecía, en lo alto, el castillo. Sierro estaba escalonado. Sus dos puntos de
referencia básicos eran la iglesia, a un lado, y el castillo, al otro. El cerro
estaba repleto de casas blancas.
Me introduje por el pueblo, un
laberinto sin Minotauro de callejuelas en zigzag. Ascendí hasta el castillo, el
más privilegiado mirador. Observé la salida del desfiladero y el valle en el
horizonte. La iglesia quedaba algo más abajo. El caserío se extendía hacia el
otro lado.
Me crucé con un lugareño. Cuando
habló (dijo “bueno pueblo”), con una sonrisa que dejaba al descubierto su mala
dentadura, me di cuenta de que era extranjero, posiblemente británico. Me
pregunté qué le habría traído hasta aquí y qué le habría atraído para quedarse
a vivir. Sin duda, la tranquilidad y el sol, que en diciembre regalaba una
fuerza y una luminosidad que no se conocían en el norte de Europa. Ya hubo
viajeros y escritores que quedaron cautivados por la zona, como Gerald Brenan,
Chris Steward y otros que alumbraron libros tan entrañables como Al sur de Granada o Entre limones.
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