Me acompañaron estos versos del
poema Declinar de las estrellas, de
Ibn Hami Al-Andalusi, en la mañana:
Las tinieblas se retiran
siguiendo el paso de sus estrellas
pues el ejército de la
aurora ya ha entrado en formación contra la noche.
Un ejército de luz con nubes
hermosas y amenazantes había sustraído el dominio de la noche. Era la primera
vez que observaba nubes que amenazaban lluvia. El viento era intenso. En toda
la contornada se habían activado los molinos eólicos y los árboles iban
perdiendo las hojas que aún conservaban. Los de hoja perenne se balanceaban sin
cesar.
La fuerte afonía no remitía, por
lo que me acerqué a Armuña en busca de una farmacia. No sabía muy bien qué me encontraría,
si el castillo, la iglesia o el mirador que anunciaban en internet.
En el ascenso por una cuesta pronunciada
se me ofreció una vista sobre el valle hacia el este, amplio, coronado por
nubes grises, en ascenso, con los puntos blancos de las casas. En Armuña se
formaba un meandro que tallaba una península y abrazaba el montículo que fue el
lugar donde erigieron un castillo. El fenómeno se repetía aguas abajo.
El pueblo lucía galas de navidad.
Las funcionarias que limpiaban las calles iban ataviadas con gorros de papá
Noel. Un rato después, gozaban de sus bocadillos al sol.
Más abajo, después de la iglesia
y el ayuntamiento, cerca de la farmacia, se juntaban a charlar las mujeres de
edades variadas a la espera de la furgoneta del pan, que llegó unos minutos
después. Acudían con tiempo para poder charlar con las vecinas, no porque se fuera
a marchar el panadero sin servirlas. Estas escenas cotidianas eran entrañables.
Pregunté a un lugareño por el
castillo y me indicó que era donde estaba el tanatorio y el cementerio y donde
hubo una ermita a un santo local que produjo un fenómeno de rayos y truenos. No
le entendí muy bien, con lo que me quedé con las ganas de saber la leyenda.
El cerro estaba rodeado por una
pasarela: el mirador. Merecía la pena recorrerlo y admirar el paisaje con las
altas montañas y la vega. En la vega, cerca del hotel, se extendía un amplio
palmeral, con naranjos y olivos en los extremos, como un oasis peculiar. El
restaurante del hotel se llamaba Las plataneras y subiendo al pueblo
observé el fragmento de una anciana e inmensa platanera. La calle donde en
varias ocasiones aparcaba mi coche era una avenida de plataneras robustas que
habían quedado despojadas de sus hojas.
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