Era finales de noviembre pero el
tiempo parecía no querer atestiguarlo. El sol dorado era intenso y labraba los
campos con un color terso. El cielo estaba despejado y lucía un azul que hubiera
deseado cualquier paisajista antes de sentarse a realizar su trabajo frente al
lienzo. Esa combinación de luz y color podría enamorar a cualquiera. Me elevó
la moral inmediatamente.
El valle era accesible desde
Baza o desde Huércal-Overa por la A-334. Yo había elegido la segunda opción,
quizá con la intención de considerar la primera en un segundo desplazamiento a
mediados de diciembre. Esperaba tiempo de otoño, de mi idea del otoño, claro:
gris, melancólico, de cielo un poco huraño, con frío, un tiempo insensible a mi
presencia efímera.
El valle era amplio y las
montañas no habían querido comprimir los campos. Habían prestado sus faldas a
los pueblos de una estupenda blancura para que se escalonaran con esfuerzos
geométricos. Como piezas cúbicas se amoldaban al espacio, eso sí, apretados y
con calles estrechas. Desde luego, no porque no se pudieran extender sin
problemas, sino por la herencia defensiva de otros tiempos.
El río Almanzora, que daba nombre
al valle, era el elemento vertebrador. Estaba completamente seco. La sequía se
había cebado con su cauce. En perpendicular lo atravesaban las ramblas, también
sin restos de agua, una carencia que marcaba la vida de toda la zona, de la
provincia y de parte de Andalucía. Pero el terreno era fértil y desde antiguo
se habían aposentado en él todos los pueblos que habían participado en la
historia de España. Quizá la huella que había quedado como identidad era la de
aquella al-Ándalus árabe y musulmana, de los Nazaríes y los moriscos. Se habían
marchado pero su espíritu aún permanecía. Su forma de pensar, de vivir o de
entender el futuro era tributaria de aquellos siglos.
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