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Albania, el país de las águilas 130. El gran parque.

 


Salté al gran jardín, que intuí la primera noche y que en aquel momento se mostraba radiante con su color verde dominante y el esplendor de las flores de los árboles y del suelo. Me colé por ese campo y me integré como un ciudadano más que aprovechara su ocio para solazarse y disfrutar de la primavera. Se respiraba paz y sencillez, ambiente familiar. Me gustó.

Iba sin una idea fija. Mejor. Me dejé sorprender. Hice fotos de las estatuas, de la de un cantautor, de unos niños que jugaban como los que lo hacían en vivo con sus sonrisas tiernas que levantaban el ánimo de sus abuelos.



En una zona de bancos y mesas un amplio grupo de abueletes jugaban concentrados al dominó y al ajedrez. No había mucho diálogo. Los fotografié sin que se desconcentraran. Entre el verdor aparecían unos montículos que, sin duda, eran antiguos bunkers.

Bajé hacia el lago. Un surtidor arrojaba agua hacia el cielo con vigor singular. En la terraza junto a la orilla se acumulaba gente de diversa edad y condición.

La mayoría eran paseantes. También había corredores cansinos, ciclistas que se desesperaban por los grupos que les impedían avanzar, solitarios en los bancos, chavalillas que se hacían fotos con el móvil para subirlas a Instagram, criaturas que caminaban con esa cómica torpeza de la niñez, parejas de amigas que se hacían confidencias, familias al completo o por bloques, caminantes agarrados al móvil.



La orilla contraria estaba bastante poblada de edificios y sólo la parte alta de las colinas exhibía un poco de verde. Los colores de las casas escalonadas eran suaves, blanco o pastel. Jugué con sus reflejos sobre el lago artificial y cuando me cansé busqué el reflejo de las copas de los árboles con colores de otoño, a pesar de la estación. Observé cómo se filtraban las aguas por los troncos de los árboles.



Me senté a escribir un rato. Elegí mal el sitio porque había una nevada de pelusas que eran una garantía de alergia o asma. Me moví a otro banco y empezó a chispear. Me resguardé en el quisco junto al lago. Me tomé un cortado que me permitió observar la tórrida lluvia a cubierto. Las gotas impactaban sobre la superficie del lago, que no se inmutaba. No le causaban ningún daño. Quizá mi pensamiento era absurdo. La terraza estaba bastante llena. Fui escribiendo y contemplando el lago. Todo ello me relajaba mucho.

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