Tomé la avenida hasta la plaza
Skanderbeg, lo que ya era un ritual. Fui fotografiando con otra perspectiva.
Debía estar acumulando variaciones sobre un mismo tema: la mezquita, la torre
del reloj, la estatua, los edificios modernos. Sin embargo, los conjuntos eran
diferentes.
Tomé la avenida a la espalda del
héroe, recorrí el pequeño jardín donde se solazaba el pueblo soberano, admiré
los edificios gubernamentales y caminé por la avenida Mártires de la nación,
ancha, vigorosa, con escaso tráfico. Al fondo, el edificio de la Universidad,
mi primer destino.
Estaba disfrutando de las
estampas cotidianas: la gente mayor sentada en un banco dejando vagar la mente
sin esperar nada del día, los niños jugando en los parques y jardines bajo la
mirada de sus padres o sus cuidadores, señoras charlando en las terrazas,
personas que consumían un té o un café al agradable sol matutino.
Me acerqué a un ámbito con un
elemento común: la independencia. Abrigado por el parque Rinia, que respiraba
tranquilidad, se alzaba el monumento que reproducía las firmas de la
declaración de independencia. Me había gustado bajo el prisma de las
explicaciones de Dorian y quería repasar el lugar. Conmemoraba el centenario de
la misma.
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