En los cuentos populares
albaneses los personajes son obligados a superar diversas pruebas, siempre
complicadas, en que no es suficiente el esfuerzo físico. Se ven obligados a
recorrer inmensas distancias para preguntar al sol, a la luna o al viento sobre
la siguiente solución.
El mareo que sufren los pobres
héroes es un poco desesperante. Les mandan a un sitio, allí les dan una pista, siempre
complicada, de allí a otro lugar que nadie más podría alcanzar, y que no es
definitivo, nueva pista, nuevo viaje… y así hasta que el narrador se decide a
poner fin al burreo infinito del sufrido héroe. Menos mal que al final consigue
riquezas, se casa con la guapa del cuento y viven felices.
El esfuerzo físico había sido
importante, aunque no extenuante. Nada que no se pudiera remediar con unos días
de descanso. Qué curioso que tomes vacaciones para descansar y acabes pidiendo
unos días más para ello. No me había topado con tremendas pruebas de ingenio.
Sólo requerían un poco de atención y cumplir con las instrucciones de Dorian, una
garantía. En definitiva, los héroes populares curraban más que yo. Tampoco
tendría el premio de las riquezas, salvo las del pensamiento y el alma, y ni
pensar en la Bella.
Me desperté con la sensación de
que aquella mañana era un poco de relleno. Era la misma sensación que tienes
cuando algo está perdido y hay que aguantar por pundonor. Sin embargo, no
quería tirar la mañana. Los días y las horas de los viajes son demasiado caros
(y no por el precio del viaje) como para despreciar unas horas extra. Me
levanté a las ocho y con calma bajé a desayunar. Me puse ciego para aguantar
hasta la hora de comer. Débil excusa porque siempre era así. Sea benévolo el
lector con este modesto viajero. Terminé de asearme, escribí un poco y preparé
la maleta. Cerrarla siempre es más un ejercicio de fe que de fuerza. Lo
conseguí a la primera. Me puse mis pantalones beige, que no habían salido en
todo el viaje.
Los lunes estaban cerrados los
museos de la ciudad, lo que dificultaba la planificación de las últimas horas
en la capital. Nos recogerían a las tres de la tarde.
Amaneció soleado, respirando optimismo.
Se fue cubriendo y estropeando a lo largo del día. Mientras duraba el sol,
otorgaba una nueva imagen de la ciudad, de los mismos lugares por los que había
caminado la noche anterior, la tarde anterior o el primer día, bajo el influjo
de la lluvia. Era día laborable y el ritmo había cambiado radicalmente.
Percibía más tráfico, más peatones, otra actitud de la gente sentada en las
terrazas.
Cada momento y cada
circunstancia modificaban lo que veía y lo que sentía. Quizás era mi forma de
asumir que no iba a ver muchas cosas nuevas. Vería otras facetas de lugares ya
visitados.
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