Subí hasta donde parecía el
límite de lo mínimamente interesante. Era otra calle de cierto tráfico, menos
ancha, Rruga Reshit Petrela. Prolongué mi caminar hasta Rruga Siri Kodra. Mi
objetivo era la casa de Sali Shijaku, un punto marcado en el mapa más amplio de
la guía. Según leí, la calificaban, con algo de ironía, como la más bonita/antigua/importante,
de los Balcanes. Era la residencia del pintor homónimo nacido en 1933. Me
atrajo porque era “un ejemplar notable de casa balcánica de la época otomana.
Tiene unos 300 años de antigüedad y ha funcionado como cuartel, hospital y
cárcel femenina”, según leí. Su dueño, Sali, la había convertido en una galería
donde exponer sus trabajos. Desde fuera, me atrajo su patio cubierto con
árboles que en verano debían bendecir al visitante con su sombra. Era un lugar
apacible, cariñoso. Incitaba a tomar un café o un té, como hacían dos señoras a
las que sorprendí en animado diálogo. El restaurante era bastante prestigioso,
de cocina tradicional. Avisaban que había que reservar con bastante antelación.
Más allá de esta casa, las demás
eran bastante vulgares. Es cierto que el desvío había sido pequeño y el botín
aceptable. Por Rruga e Dibrés regresé a la plaza Skanderbeg.
Gustavo había comentado que la
plaza carecía de iluminación. Lo comprobé después de pasar por el hotel. El
café me había despejado y no tenía sueño. Tampoco notaba cansancio muscular ya
que ese día habíamos caminado poco. No había quedado con ellos y tampoco les
mandé un mensaje para averiguar sus planes. No tenía intención de alargar
demasiado la noche. Quería hacer unas fotos nocturnas, comprobar el ambiente
lánguido de la plaza y cenar algo sencillo en alguno de los locales que me
sedujera con su luz.
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