El lago era sorprendentemente
profundo, unos 300 metros, una auténtica sima. Geológicamente, era el más
antiguo de Europa, según había leído, y confirmó Dorian. El cielo plomizo le
dotaba de un color plateado, de plata vieja.
El hotel Royal View estaba en
primera línea, tras el paseo lacustre. Lástima que estuviera falto del cariño
de una buena reforma que lo actualizara. Las vistas desde los balcones eran
deliciosas y me encantó seguir las evoluciones del lago a las diversas horas
del día, jugueteando con el cielo, la montaña y las aguas, desde aquella altura
y sin impedimento alguno.
Dorian nos citó poco después
para una visita a la ciudad que incluía diversas iglesias. Había conseguido que
aplazaran el cierre de la principal, Santa Sofía, hasta nuestra visita. El
límite lo marcaba la celebración de un oficio religioso.
La ciudad arropaba una colina
que se adentraba en forma de cabo en las aguas del lago, como una segunda piel
rugosa y blindada por los tejados rojizos. Estaba coronada por el castillo. Esa
vista desde cierta distancia nos cautivó y dejó atrás nuestro cansancio y el
frío húmedo que penetraba hasta los huesos. Por algo había sido declarada
Patrimonio de la Humanidad.
El conjunto era de casas altas,
como las torres de Gjirokastra, de pasado otomano, blancas, de ventanas
marrones, bien armonizado y homogéneo. Se habían preocupado del conjunto, que
en sus mejores tiempos llegó a albergar 365 iglesias, una para cada día del año.
La ciudad gozó de prosperidad y fue un importante polo cultural y espiritual
para las tierras eslavas. Las calles empedradas nos condujeron hasta Santa Sofía.
Empezó a llover tímidamente. Aparecieron los paraguas.
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