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Albania, el país de las águilas 92. El monasterio de San Naum.

 


Poco se sabía de San Naum de Preslav, nacido hacia el año 830 y muerto en el 910, antes de su regreso de la misión apostólica que le llevó a la Gran Moravia entre 867 y 868. Era uno de los Siete Santos Letrados de Bulgaria o los Siete Apóstoles de Bulgaria, también denominados los Siete Santos Ilustrados, que eran Cirilo, Metodio (los maestros de los otros cinco), Clemente de Ohrid, Gozardo, Sava, Angelario y nuestro querido Naum. Desde el 893 sustituyó a San Clemente al frente de la Escuela Literaria de Ohrid. San Cirilo y San Metodio tradujeron la Biblia a las lenguas eslavas. Los siete fueron los primeros maestros e ilustradores de los eslavos. La imagen de los maestros la encontraríamos en todo nuestro recorrido. La de San Naum y San Clemente, al entrar a la iglesia en el lado derecho.



Atravesamos la puerta del monasterio, cuyas celdas eran utilizadas en la actualidad como hotel. Había sido fundado hacia el año 905. Entre los siglos X y XIII fue destruido por los turcos. Una nueva construcción floreció en el siglo XIV. La decoración de la iglesia de los Santos Arcángeles era del siglo XVIII. Desgraciadamente el incendio de 1875 afectó a una gran parte del monasterio, incluyendo la residencia y las habitaciones auxiliares. También a las reliquias y otros tesoros. Parte de los objetos de mayor valor fueron robados y tenían constancia de que estaban en diversos museos. Tras la Segunda Guerra Mundial cesó la vida monástica. En 1991 fue devuelto a la iglesia ortodoxa.

La iglesia no era grande. No era necesario para impresionar al visitante. Seguía la estructura básica de otras que habíamos visitado. Su valor radicaba en su espiritualidad que lo había convertido en un importante lugar de peregrinación para devotos que venían desde Macedonia, Albania, Grecia, Bulgaria y Serbia. Dorian insistía en que mantuviéramos el silencio y nos dio la mayor parte de las explicaciones fuera. Había que permitir que hablara nuestro corazón y penetrara esa santidad en nosotros. En las festividades, el monasterio se llenaba de feligreses, la gente rodeaba el templo y la solemnidad acompañaba al cortejo.



El nártex era envolvente. Su oscuridad, acompañada del silencio, nos ayudó a concentrarnos en los frescos, deteriorados, aunque aún vivos en su comunicación. Procuré concentrarme y recorrerlos con cierto orden trazando un círculo para cada nivel: el inferior, las pechinas, el tambor de la cúpula, su parte alta. A la izquierda, siete figuras se reunían en torno a la iglesia, sin duda, los siete santos. Los milagros del santo titular campaban a sus anchas por los muros. Curaba poseídos o ponía a un oso a trabajar en el lugar de un buey que había matado el animal.

El iconostasio era espectacular, como correspondía en la jerarquía decorativa. Aún brillaban sus dorados tallados, sus iconos nos miraban hieráticos y lo presidía una cruz que recordaba al Trecento italiano.

En una capilla en el lado sur estaba enterrado el santo. Se decía que quien acercara la oreja a su tumba aún podía escuchar el latir de su corazón. Alguna estuvo a punto de ponerlo a prueba.

Aún permanecimos un rato.

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