Al salir de la ciudad pasamos
ante la fábrica de la cerveza Korça, fundada por el italiano Umberto
Umberti y el albanés Selim Mborijen en 1929. Desde entonces hacía la vida más
agradable a locales y extranjeros. Doy fe de ello. Le rendimos honores como
merecía.
Las afueras eran decepcionantes.
Una antigua zona industrial abandonada creaba un paisaje urbano horroroso. Se sucedían
bloques de casas proletarias que bajaban la moral a cualquiera.
Korça era famosa por sus
productos agrícolas, especialmente las manzanas, con las que fabricaban sidra y
compota, y las especias. La mayoría de las especias que se consumían en el país,
como orégano o romero, procedían de la ciudad. También las exportaban a Estados
Unidos.
Salimos con frío intenso, aunque
sin amenaza de lluvia. Poco después, al entrar en la meseta, empezó a lucir el
sol. Se sucedían los campos de cultivo, los pequeños pueblos, las casas
dispersas.
Mi mirada se concentraba en esos
retazos del paisaje que ofrecían una imagen parcial y fragmentada de la zona y
del país. Mi ánimo parecía estancado, como a la espera de emociones fuertes.
Vivimos tantas cosas que nos aburrimos de todo y no sabemos apreciar la avalancha
desenfrenada, de ímpetu juvenil, de un río que nos acompaña, o las nubes que
ponen todo su valor y empeño para cubrir las cimas de las montañas. Son enormes
espectáculos que quizá no sabemos valorar en su justa medida porque se nos
ofrecen sin aparente esfuerzo, sin adrenalina, diría. Los almendros en flor nos
excitan en nuestra ciudad cuando eclosionan y, sin embargo, allí nos dejaban
indiferentes.
Puede que la llanura estuviera
traicionando ese espíritu que necesitaba sensaciones rompedoras. Abrí mi
corazón para que no se perdiera nada.
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