El interior estaba completamente
cubierto de frescos en razonable buen estado. Aquí el ateísmo de estado o la
insensatez y la incultura no se habían cebado. Los autores habían sido dos
pintores griegos, hermanos, y otros dos albaneses. El programa iconográfico
seguía los cánones clásicos habituales.
Estaba tan impresionado que me
puse a hacer fotos como loco, al contrario de lo que en mí es habitual: primero
observar y luego fotografiar. Era como si sintiera que esas figuras se
desvanecerían tras mi paso o que me distraería y me perdería alguna escena. Lo
que me estaba perdiendo eran las explicaciones de Dorian. Abandoné mi actitud y
me uní al grupo en el centro de la iglesia.
La luz era tenue y las palabras
de Dorian eran como una letanía particularmente larga. Nos animó a dirigir la
mirada al iconostasio, la estructura de madera finamente tallada que separaba
el lugar más sagrado, donde tenía lugar la transfiguración al margen de los
hombres de a pie. Ese lugar era patrimonio exclusivo de los sacerdotes. A la
altura de la vista estaban los iconos principales con la Virgen y el niño,
Jesucristo, la dormición de la Virgen y dos santos que portaban una iglesia. Por
los arcos superiores se atisbaba el fresco de la Virgen en majestad situado en
el ábside.
Todo arco, pechina o cúpula
estaba cubierto de esos colores divinos, de santos en medallones, de escenas.
Las inscripciones estaban en cirílico, con lo cual no lograba intuir ninguna. Tuve
la impresión de que me había olvidado toda la historia sagrada estudiada en el
colegio.
El púlpito en forma de bulbo era
espectacular, algo que se repetía en otras iglesias. Una sencilla sillería
seguía el perímetro de los muros. Sobre ellos, figuras serias con los atributos
que les identificaban. Siete santos eslavos fueron señalados por Dorian. Si no
me equivoco, serían los siete santos letrados, tan venerados en toda la zona de
los Balcanes.
Había tanto que observar que
quizá lo mejor era impregnarse del conjunto y de su espíritu. Me afanaba en
fotografiar para poder estudiarlo todo al final del día o del viaje. Todo era
inútil porque la esencia era lo que penetraba en mí, lo que me dictaban esos
rostros severos, esos ojos intensos, esos seres que representaban el mal, el
cómic sagrado en piedra y pintura que se apropiaba de mí.
Entramos en la zona de las
madres y de las mujeres casadas, al pie del templo. Subimos por las escaleras y
observé las naves desde lo alto. El templo era luz, aunque fuera tenue.
Muchas veces me entretengo
revisando esas imágenes para detectar algo más.
En la bajada fuimos comentando
lo que más nos había gustado.
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