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Albania, el país de las águilas 82. Santa María de Leuse II.


 

El interior estaba completamente cubierto de frescos en razonable buen estado. Aquí el ateísmo de estado o la insensatez y la incultura no se habían cebado. Los autores habían sido dos pintores griegos, hermanos, y otros dos albaneses. El programa iconográfico seguía los cánones clásicos habituales.

Estaba tan impresionado que me puse a hacer fotos como loco, al contrario de lo que en mí es habitual: primero observar y luego fotografiar. Era como si sintiera que esas figuras se desvanecerían tras mi paso o que me distraería y me perdería alguna escena. Lo que me estaba perdiendo eran las explicaciones de Dorian. Abandoné mi actitud y me uní al grupo en el centro de la iglesia.



La luz era tenue y las palabras de Dorian eran como una letanía particularmente larga. Nos animó a dirigir la mirada al iconostasio, la estructura de madera finamente tallada que separaba el lugar más sagrado, donde tenía lugar la transfiguración al margen de los hombres de a pie. Ese lugar era patrimonio exclusivo de los sacerdotes. A la altura de la vista estaban los iconos principales con la Virgen y el niño, Jesucristo, la dormición de la Virgen y dos santos que portaban una iglesia. Por los arcos superiores se atisbaba el fresco de la Virgen en majestad situado en el ábside.



Todo arco, pechina o cúpula estaba cubierto de esos colores divinos, de santos en medallones, de escenas. Las inscripciones estaban en cirílico, con lo cual no lograba intuir ninguna. Tuve la impresión de que me había olvidado toda la historia sagrada estudiada en el colegio.

El púlpito en forma de bulbo era espectacular, algo que se repetía en otras iglesias. Una sencilla sillería seguía el perímetro de los muros. Sobre ellos, figuras serias con los atributos que les identificaban. Siete santos eslavos fueron señalados por Dorian. Si no me equivoco, serían los siete santos letrados, tan venerados en toda la zona de los Balcanes.



Había tanto que observar que quizá lo mejor era impregnarse del conjunto y de su espíritu. Me afanaba en fotografiar para poder estudiarlo todo al final del día o del viaje. Todo era inútil porque la esencia era lo que penetraba en mí, lo que me dictaban esos rostros severos, esos ojos intensos, esos seres que representaban el mal, el cómic sagrado en piedra y pintura que se apropiaba de mí.

Entramos en la zona de las madres y de las mujeres casadas, al pie del templo. Subimos por las escaleras y observé las naves desde lo alto. El templo era luz, aunque fuera tenue.

Muchas veces me entretengo revisando esas imágenes para detectar algo más.

En la bajada fuimos comentando lo que más nos había gustado.

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