La iglesia estaba emplazada
junto a una aldea de unas cuarenta casas. Me llamó la atención que una joya tan
espectacular estuviera tan “alejada del mundo”. Sin duda, el lugar gozaba de
algún elemento singular, alguna sacralidad o componente mágico, propio de los
sitios en alto y ajenos al común de los mortales. Porque la iglesia fue
construida en el siglo XVIII sobre otra construcción de época del emperador Justiniano,
en el siglo VI. Reaprovechar la divinidad del lugar es un clásico de las
construcciones religiosas.
La otra explicación era la aldea.
Era una buena cantera de comerciantes que financiaron los trabajos tanto
arquitectónicos como de los impresionantes frescos. Una hermosa acción de gracias
por haberles dado prosperidad.
Atravesamos el cementerio y
antes de llegar a la galería porticada de acceso al templo nos encontramos con
una pareja mayor. El señor estuvo a punto de estropearnos la visita. Muy
tajante afirmó que todo estaba hecho polvo. En ese momento se nos cayeron los
palos del sombrajo. Después de una hora de caminata en ascenso el premio era
tan escaso. Sin embargo, al contemplar los frescos de la galería, muy dañados
en la parte baja, supimos que estábamos en un lugar muy especial. La parte alta
mostraba unas pinturas exquisitas. Era difícil identificar las escenas y sus
significados y no distraerse con los graffitis de los gamberros, pero
aún brillaba algo impactante. Las escenas me dejaron con la vista pegada a ellas.
Sobre el dintel de la entrada estaba representada la dormición de la Virgen. La
escena se repetía en el muro occidental que separaba las zonas de los hombres y
las mujeres, siguiendo los programas iconográficos habituales.
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