Junto al río se alzaba un lujoso
hotel, el Uji Ftohte Tepelene.
Estábamos en tierras del Parque
Nacional de Bredhi i Hojovés, o de los abetos de Hotora. Esa reciente
declaración de protección había paralizado varios proyectos hidráulicos que
habían sido fuertemente contestados por la población local. La bravura del río
podía traer riqueza, aunque a costa de la destrucción de su riqueza ecológica y
paisajística. El espectáculo natural de fuerza viva habría quedado afectado
irremisiblemente. A tramos regulares, un restaurante permitía desde su terraza una
vista panorámica especial y mágica sobre el río enfervorecido.
Me gustaban las alternancias de
valles amplios y encajados. Un pueblo, una aldea, un giro inesperado del río
cambiaban el panorama para deleite del observador. A veces elucubraba sobre quedar
atrapado en una emboscada aprovechando el efecto de embudo de las montañas.
Las nubes, la nieve, la montaña
pelada y oscura, las ondulaciones de la falda verde que se resistían a
oscurecer sin sentido, la horizontal cultivada o los campos preparados para que
pastoreara el ganado, el verdor jugoso y lujurioso, los sectores partidos de
color tierra, algún pequeño árbol huérfano de compañía, el escalón geológico al
otro lado, hasta el río, casi simétrico del nuestro, la montaña y su
acercamiento o alejamiento, las instalaciones y construcciones inútiles y
abandonadas, las ovejas, los cables de la luz, un pueblo en la falda de la
montaña, otro que se aferraba en las alturas, el río que lo organizaba todo: imágenes
que pasaban unas veces cautelosas y otras efímeras y fulgurantes.
Me quedé embobado con lo que se
me ofrecía. Me sentí dichoso y privilegiado.
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