Tomamos la carretera del valle y
nos dejamos acompañar por el río, una presencia tan constante que no sabría si
cambiábamos de río en un relevo fluvial permanente.
El trayecto prometía unos
paisajes vigorosos repletos de colores y naturaleza y más bien escasa presencia
humana. Como la jornada sería larga y tremenda para nuestras espaldas, me
acomodé lo mejor que pude en mi asiento y me concentré en ese espectáculo.
El río bajaba bravo, algo turbio
y a ratos plateado. Las nubes eran negras. Llovería en cualquier momento. Me
imaginé pasando una temporada en estos lugares muchas veces inaccesibles
durante el invierno, con la compañía del viento y la lluvia, charlando con los
lugareños que fumarían en sus pipas mientras hablaban del campo o contaban
historias antiguas y leyendas que protagonizaban seres sobrenaturales o
campesinos sencillos que se salvaban de situaciones comprometidas por su buen
sentido común.
El río Vjosë avanzaba encajado
en desfiladeros que eran como tímidas grietas de las cordilleras, trazaba
meandros intensos, dejaba un rumor constante. Era un paisaje de belleza
salvaje, con escasa presencia humana. Era un río de aguas puras, aunque Dorian
comentó que algunos tramos se habían contaminado por los vertidos.
Pasamos la ciudad de Tepelene, que
significaba cerro de Helena. Su nombre se asociaba con aquel héroe al que ya me
referí, Alí Pacha, que residió en su castillo ahora en ruinas y por el que pasaron
Lord Byron, el escritor inglés Edward Lear o los Jóvenes Turcos. Cerca de la
ciudad confluían el Drina y el Vjosë. Era un lugar estratégicamente importante,
lugar de paso entre diversos ámbitos. En su entorno se habían disputado varias
batallas decisivas, como la del paso de Aous o la del Aoo, entre los romanos y
los macedonios de Filipo V.
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