Subimos al autocar rumbo a la
frontera, que pasamos sin incidentes, aunque nos retrasó algo más de media hora
por el excesivo celo del aduanero del lado macedonio. Dorian nos comentó que aún
era bastante habitual que los funcionarios pidieran mordidas de 5 euros. Los
trámites para entrar en la Unión Europea habían implicado mayores controles.
También más dificultades para esos “sobresueldos” ilegales tan arraigados que
era complicado extirpar.
Continuábamos en compañía del
lago Ohrid a nuestra izquierda. Lo contemplábamos desde lo alto, como a un buen
amigo que quería prolongar la visita y se acercaba a despedirnos.
Quizá la venganza por abandonar
el país fue no tomar notas y no escarbar en mi memoria y mi corazón en busca de
los sentimientos que aquel momento generaban.
El signo más claro de que
regresábamos a Albania fue la presencia de doce bunkers que acompañaron al
verdor de la colina y que ese solazaban al sol como un vestigio del pasado.
Bajamos en zigzag, “a lo siete
revueltas”, hacia el valle para acogernos al cariño del río. Dorian aprovechó
para contarnos un incidente ocurrido hace décadas con la Yugoslavia de Tito por
las aguas del lago y su utilización para generar energía hidroeléctrica. Se pasaron
por el forro las reglas internacionales que obligaban a un uso racional de los
de aguas arriba para que los de aguas abajo pudieran también beneficiarse.
Ya solo nos quedaba la ilusión
de haber disfrutado de aquel lugar. La ilusión se va desvaneciendo al ritmo que
marca el olvido, pero ahí está la memoria para revitalizarla, para insuflarle
con cariño energía. Lo vivido no muere, aunque se pierda en los tejidos del
cerebro y quiera apartarse en una inesperada fuga. Cada vez que la recuerdas
regresa esa electrizante sensación de lo vivido y con un poco de creatividad la
puedes matizar, impulsar, multiplicar y depurar, que es mejor que se conserve pura
de aderezos indeseados y negativos. ¡Un esfuerzo, por favor! Que no sean
cenizas si no ilusión perpetua.
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