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Albania, el país de las águilas 104. Vevchani y el ascenso a San Salvador.

 


El autocar nos dejó en una plaza e iniciamos la caminata. Parte del grupo se quedó en los manantiales, en la vertiente este de los montes Jablenica. Estábamos a 900 metros. El desnivel que afrontaríamos era de 400 metros. Las últimas casas del pueblo quedaron atrás. Algunas compañeras optaron por explorar a fondo la zona de los manantiales y alguna pequeña y atrayente iglesia. El sonido refrescante del agua revitalizó nuestros ánimos. Cruzamos un puente y nos infiltramos en una naturaleza de hayas y robles, sin hojas, de ramas hambrientas de verdor. Bosque refrescante, aguas cantarinas.



Me encantó el paisaje que se desplegaba en nuestro ascenso constante. Algunos repechones ponían a prueba nuestra forma física. Como paraba bastante a menudo, como ya era habitual, para hacer fotos, me fui rezagando. Podría haber acelerado el paso y contactar con alguno de los grupos intermedios, pero preferí quedarme el último para animar a Lydia y a Pilar. Lydia estaba en forma, aunque era su ánimo el que flaqueaba. Pilar tomó un ritmo constante. A ella le sobraba el pundonor. Espe era la perfecta combinación de forma física y ánimo. Hasta nos daba conversación y nos hacía reír.

El esfuerzo y el sol nos obligaron a guardar las prendas de abrigo. El sol iluminaba el bosque, casi uniforme, roto por una casa de campo o un atrevido verdor. Al superar su altura divisábamos un horizonte turbio, brumoso, que atenazaba las montañas y los suaves valles, las casas blancas, el lago, la nieve de las cumbres que parecían alojar a los dioses que contemplaban nuestro esfuerzo.



Me gustaban los pueblos incrustados en la falda de la montaña, a orillas del lago, los grupos de casas desperdigadas, los que aparecían tras esconderse detrás de los troncos que filtraban y dosificaban el paisaje. Las hojas amortiguaban el suelo del camino. Las piedras no eran abundantes. Comprobé que no había peligro de resbalar, algo que me preocupaba para el descenso.

Las iglesias se combinaban con las mezquitas, que marcaban su posición con sus alminares. Aparecían casi por todas partes en la zona que abandonábamos, en la lejanía.



Dorian bajó a por nosotros y tiró del grupo. Los gemelos se quejaban, mantenía la respiración diafragmática y agradecí un par de paradas en un tramo especialmente empinado. Nos animó: faltaba poco para la iglesia. Me hidraté y volví a tomar un ritmo lento que no me quitaba la respiración. El paisaje me daba ánimos, como supongo que al resto. Arrojé fuera de mí las dudas.

Troncos caídos, algunos rechonchos y cubiertos de musgo, otros esbeltos que trataban de superar al resto, nos acompañaron. Las nubes blancas con panza gris trataban de retener los rayos juveniles del sol para que no resultaran impertinentes. Dorian señaló las montañas que nos separaban de Albania, muy cercanas.

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