El autocar nos dejó en una plaza
e iniciamos la caminata. Parte del grupo se quedó en los manantiales, en la
vertiente este de los montes Jablenica. Estábamos a 900 metros. El desnivel que
afrontaríamos era de 400 metros. Las últimas casas del pueblo quedaron atrás.
Algunas compañeras optaron por explorar a fondo la zona de los manantiales y
alguna pequeña y atrayente iglesia. El sonido refrescante del agua revitalizó
nuestros ánimos. Cruzamos un puente y nos infiltramos en una naturaleza de
hayas y robles, sin hojas, de ramas hambrientas de verdor. Bosque refrescante,
aguas cantarinas.
Me encantó el paisaje que se
desplegaba en nuestro ascenso constante. Algunos repechones ponían a prueba
nuestra forma física. Como paraba bastante a menudo, como ya era habitual, para
hacer fotos, me fui rezagando. Podría haber acelerado el paso y contactar con
alguno de los grupos intermedios, pero preferí quedarme el último para animar a
Lydia y a Pilar. Lydia estaba en forma, aunque era su ánimo el que flaqueaba.
Pilar tomó un ritmo constante. A ella le sobraba el pundonor. Espe era la
perfecta combinación de forma física y ánimo. Hasta nos daba conversación y nos
hacía reír.
El esfuerzo y el sol nos
obligaron a guardar las prendas de abrigo. El sol iluminaba el bosque, casi
uniforme, roto por una casa de campo o un atrevido verdor. Al superar su altura
divisábamos un horizonte turbio, brumoso, que atenazaba las montañas y los
suaves valles, las casas blancas, el lago, la nieve de las cumbres que parecían
alojar a los dioses que contemplaban nuestro esfuerzo.
Me gustaban los pueblos
incrustados en la falda de la montaña, a orillas del lago, los grupos de casas
desperdigadas, los que aparecían tras esconderse detrás de los troncos que
filtraban y dosificaban el paisaje. Las hojas amortiguaban el suelo del camino.
Las piedras no eran abundantes. Comprobé que no había peligro de resbalar, algo
que me preocupaba para el descenso.
Las iglesias se combinaban con
las mezquitas, que marcaban su posición con sus alminares. Aparecían casi por
todas partes en la zona que abandonábamos, en la lejanía.
Dorian bajó a por nosotros y tiró
del grupo. Los gemelos se quejaban, mantenía la respiración diafragmática y
agradecí un par de paradas en un tramo especialmente empinado. Nos animó: faltaba
poco para la iglesia. Me hidraté y volví a tomar un ritmo lento que no me
quitaba la respiración. El paisaje me daba ánimos, como supongo que al resto. Arrojé
fuera de mí las dudas.
Troncos caídos, algunos
rechonchos y cubiertos de musgo, otros esbeltos que trataban de superar al
resto, nos acompañaron. Las nubes blancas con panza gris trataban de retener
los rayos juveniles del sol para que no resultaran impertinentes. Dorian señaló
las montañas que nos separaban de Albania, muy cercanas.
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