La carretera de montaña serpenteó
en soledad hacia el inicio de nuestra excursión. Desde allí nos acercamos a un
mirador. La vista abarcaba la totalidad del lago que se había despojado de todo
artificio y se ofrecía a nuestra vista en plenitud. El pueblo de nuestro
destino quedaba abajo, empequeñecido y como replegado sobre una loma. El azul
del lago era limpio, intenso, saludable. Incitaba a permanecer en el lugar y
pasar las horas contemplándolo. Sentí una libertad intensa.
Los colores se estratificaban aumentando
su fuerza en descenso. El cielo claro, las nubes grises en su parte superior y
de blanco roto en su panza, el gris de las montañas con parches de sombra de
las nubes, el viento que desplazaba la escena, las lomas pardas que llegaban a
la orilla, el agua voluptuosa, las cuestas cercanas que aspiraban al marrón
oscuro acariciaban la mente. Me pareció una organización perfecta, panteísta. Regreso
a esa imagen de felicidad natural. Sobre nosotros, la nieve y el hielo.
Empezamos la caminata cada uno a
su paso, alegre en la cabecera, pausado en la cola. Nos acompañaba un chaval de
aspecto atrevidamente moderno que cuadraba poco con la imagen tradicional del
entorno rural. Era tímido y servicial. Nos entendíamos con él en inglés. Era él
quien marcaba el camino ya que la senda había desaparecido.
En aquellas alturas y en aquella
época de principios de abril la mayoría de los árboles eran de copas desnudas,
de ramas como espinas largas, vestidas de un invierno que aún no se había
desprendido de su presa. Me parecieron hayas, combinadas con alguna conífera
baja y matorral abundante. Las piedras asomaban sus ojillos recubiertos de
musgo y liquen.
El avance no implicaba un esfuerzo
considerable. Había que llevar cuidado con tropezar con las piedras. Yo me
paraba a hacer fotos, me rezagaba, aumentaba el ritmo y volvía a contactar con
el grupo. Charlé un rato con Montse, tomé el relevo a Gustavo sobre el brazo de
Gloria, me uní al clima sonriente del grupo, que bromeaba sin parar al ritmo
que imponían Montse y Espe, por un lado, y Paula y Mariajo, por otro, con
aportaciones de Lydia, Cristina y Gustavo. Mariona y Mireia se desmarcaban de
sus padres, se unían a ellos, demostraban su juventud alcanzando sin problemas
la cabeza.
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