El conjunto era de una hermosura
serena y sobria, atemporal, cautivadora de una forma sencilla y natural. No
podía dejar de parar y buscar los lugares más emblemáticos y carismáticos. El
vencedor fue el conjunto, la totalidad que se filtraba por las ramas desnudas
de los árboles que aún no habían tomado el impulso de la primavera.
Al acceder al castillo lo
primero que encontramos fue una larga galería de arcos de medio punto a la que
asomaban las puntas orgullosas de los cañones oxidados y de rostro marchito. Los
había de varias épocas, la mayoría de la Segunda Guerra Mundial, esas que
fueron abandonadas porque no se podían transportar en el repliegue y la huida italiana
y que no tenían valor en el mercado, cuando los soldados las vendían para
sobrevivir al terminar la guerra y no poder ser repatriados por falta de
medios. “Las armas pesadas -escribió Kadaré en El general del ejército
muerto- no tenían casi ningún valor en el mercado, pues iban cayendo todas
en manos de los guerrilleros. Se llegaba a cambiar un mortero por un pollo”.
Albania vivió una “feria de
armas”, en palabras de Kadaré en la misma novela. Las divisiones bloqueadas
tras la capitulación, sin barcos y con los mares cerrados, vendieron sus armas:
Parece
ser que los revólveres se cambiaban por un pedazo de pan y un trago de vino,
pues los albaneses aprecian mucho menos las pistolas que los fusiles. Éstos
eran más cotizados, su precio podía elevarse a un saco de pan. En cuanto a las
ametralladoras, las metralletas y las granadas, se las llevaban casi por nada,
a cambio de un huevo, de un par de zapatillas viejas, dos cebollas o, como
mucho, medio kilo de requesón.
El cura de la novela, el
personaje que vivió esos tiempos de guerra, el que narraba esa vergüenza para
el ejército italiano al general que coordinaba las labores de repatriación de
los caídos en Albania, es quien resalta que muchas de esas armas quedaron en el
ámbito privado y fueron causa de desgracias entre la población civil:
Piense
que aquel año hubo que lamentar en Albania más accidentes que ningún otro. Los
niños disponían de armas verdaderas para sus juegos y, si se producía una
disputa, no pocas veces se volaban la cabeza en pedazos con una granada. En
ocasiones, durante el día, las mujeres de un barrio determinado, de una casa a
la otra, discutían y se insultaban entre ellas como tienen por costumbre; luego,
ya de noche, desde las ventanas o los gallineros, los hombres se disparaban con
las ametralladoras y aquello era una sarracina de mil diablos.
Cuando el general le espeta que
exagera, el cura le contesta: “Ni mucho menos. Todo el mundo aquí era presa de
una grave psicosis. Los albaneses estaban ebrios, todos sus viejos instintos
belicosos salieron a la superficie y ellos se tornaron más agresivos que nunca”.
Al leer estos párrafos me quedé
sobrecogido. Al recordarlos, también.
0 comments:
Publicar un comentario