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Albania, el país de las águilas 76. Una "feria de armas".

 


El conjunto era de una hermosura serena y sobria, atemporal, cautivadora de una forma sencilla y natural. No podía dejar de parar y buscar los lugares más emblemáticos y carismáticos. El vencedor fue el conjunto, la totalidad que se filtraba por las ramas desnudas de los árboles que aún no habían tomado el impulso de la primavera.

Al acceder al castillo lo primero que encontramos fue una larga galería de arcos de medio punto a la que asomaban las puntas orgullosas de los cañones oxidados y de rostro marchito. Los había de varias épocas, la mayoría de la Segunda Guerra Mundial, esas que fueron abandonadas porque no se podían transportar en el repliegue y la huida italiana y que no tenían valor en el mercado, cuando los soldados las vendían para sobrevivir al terminar la guerra y no poder ser repatriados por falta de medios. “Las armas pesadas -escribió Kadaré en El general del ejército muerto- no tenían casi ningún valor en el mercado, pues iban cayendo todas en manos de los guerrilleros. Se llegaba a cambiar un mortero por un pollo”.



Albania vivió una “feria de armas”, en palabras de Kadaré en la misma novela. Las divisiones bloqueadas tras la capitulación, sin barcos y con los mares cerrados, vendieron sus armas:

Parece ser que los revólveres se cambiaban por un pedazo de pan y un trago de vino, pues los albaneses aprecian mucho menos las pistolas que los fusiles. Éstos eran más cotizados, su precio podía elevarse a un saco de pan. En cuanto a las ametralladoras, las metralletas y las granadas, se las llevaban casi por nada, a cambio de un huevo, de un par de zapatillas viejas, dos cebollas o, como mucho, medio kilo de requesón.



El cura de la novela, el personaje que vivió esos tiempos de guerra, el que narraba esa vergüenza para el ejército italiano al general que coordinaba las labores de repatriación de los caídos en Albania, es quien resalta que muchas de esas armas quedaron en el ámbito privado y fueron causa de desgracias entre la población civil:

Piense que aquel año hubo que lamentar en Albania más accidentes que ningún otro. Los niños disponían de armas verdaderas para sus juegos y, si se producía una disputa, no pocas veces se volaban la cabeza en pedazos con una granada. En ocasiones, durante el día, las mujeres de un barrio determinado, de una casa a la otra, discutían y se insultaban entre ellas como tienen por costumbre; luego, ya de noche, desde las ventanas o los gallineros, los hombres se disparaban con las ametralladoras y aquello era una sarracina de mil diablos.

Cuando el general le espeta que exagera, el cura le contesta: “Ni mucho menos. Todo el mundo aquí era presa de una grave psicosis. Los albaneses estaban ebrios, todos sus viejos instintos belicosos salieron a la superficie y ellos se tornaron más agresivos que nunca”.

Al leer estos párrafos me quedé sobrecogido. Al recordarlos, también.

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