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Albania, el país de las águilas 75. Ascenso al castillo.


 

El día era gris. Llovía ligeramente, algo incómodo, aunque nos permitió comprobar el por qué de la antigua denominación de la ciudad. El empedrado brillaba como la plata vieja, un efecto fugaz que parecía de encargo.

Subimos por la calle del bazar, rruga Gjinzenebrisi, la misma de la tarde anterior, aunque esta vez torcimos a la izquierda y prolongamos el ascenso en cuesta. Dorian nos aconsejó avivar el ritmo ya que de esa forma alcanzaríamos el castillo antes que el otro grupo y evitaríamos embotellamientos.



Los tejados y la parte alta de la ciudad se desplegaban ante nuestros ojos. La combinación de los tejados gris oscuro, casi negro, y los muros blancos poblados de ventanas me hacían parar a menudo. Respiraba, captaba la imagen, la interiorizaba, trataba de interpretarla y la fotografiaba. Las laderas salpicadas de verdor y árboles enhiestos marcaban el límite de la ciudad. Al otro lado del valle, las cumbres estaban nevadas y las nubes las acariciaban con mimo.

Kadaré, en su novela Crónica de la ciudad de piedra, había descrito su ciudad natal, según leí en la web de turismo de Gjirokastra, como “escamas de piedra forman la piel de este dragón durmiente que reposa inerte mirando a las montañas. Tejas de piedra sobre las casas, calles adoquinadas”. El bazar despertaba con cautela, como se desperezaría un animal mitológico tras un sueño prolongado. Las mercancías salían a la calle con parsimonia. La ciudad se derramaba por el costado de la montaña escalonada por las torres, compartimentada por los barrancos.



Alcé la vista y contemplé los muros del castillo. El terraplén, bastante vertical, estaba iluminado por flores amarillas. Si hubiera sido un invasor con ansias de conquista (mi única conquista deseada era la belleza) quizá me hubiera desfondado. Aún quedaba un buen trecho y las piernas respondían, aunque con esfuerzo, la respiración diafragmática controlando el resuello.

Gjirokastra había seguido las vicisitudes guerreras e históricas del resto del país, aunque se había significado en ciertos periodos más cercanos, como la aventura de Alí Pacha de Tepelene, admirado por Lord Byron, que le conoció en su primer viaje a Oriente, o por Alejandro Dumas, que le dedicó una novela, según leí en la guía. El poder otomano se tambaleaba y este personaje de tintes románticos llegó a declarar la independencia en 1819. Capturado dos años después fue decapitado. Eso amplió su leyenda.



La ciudad acogió la asamblea de 1880, otro paso más hacia la independencia, y entre la independencia definitiva de los otomanos y el final de la Segunda Guerra Mundial pasó por el dominio griego, italiano y alemán. En la revuelta de 1997 fue un enclave esencial para la definitiva caída de Berisha. Gente reivindicativa y activista, sin duda.

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