El día era gris. Llovía
ligeramente, algo incómodo, aunque nos permitió comprobar el por qué de la
antigua denominación de la ciudad. El empedrado brillaba como la plata vieja,
un efecto fugaz que parecía de encargo.
Subimos por la calle del bazar, rruga
Gjinzenebrisi, la misma de la tarde anterior, aunque esta vez torcimos a la
izquierda y prolongamos el ascenso en cuesta. Dorian nos aconsejó avivar el
ritmo ya que de esa forma alcanzaríamos el castillo antes que el otro grupo y
evitaríamos embotellamientos.
Los tejados y la parte alta de
la ciudad se desplegaban ante nuestros ojos. La combinación de los tejados gris
oscuro, casi negro, y los muros blancos poblados de ventanas me hacían parar a
menudo. Respiraba, captaba la imagen, la interiorizaba, trataba de
interpretarla y la fotografiaba. Las laderas salpicadas de verdor y árboles enhiestos
marcaban el límite de la ciudad. Al otro lado del valle, las cumbres estaban
nevadas y las nubes las acariciaban con mimo.
Kadaré, en su novela Crónica
de la ciudad de piedra, había descrito su ciudad natal, según leí en la web
de turismo de Gjirokastra, como “escamas de piedra forman la piel de este
dragón durmiente que reposa inerte mirando a las montañas. Tejas de piedra
sobre las casas, calles adoquinadas”. El bazar despertaba con cautela, como se
desperezaría un animal mitológico tras un sueño prolongado. Las mercancías
salían a la calle con parsimonia. La ciudad se derramaba por el costado de la
montaña escalonada por las torres, compartimentada por los barrancos.
Alcé la vista y contemplé los
muros del castillo. El terraplén, bastante vertical, estaba iluminado por
flores amarillas. Si hubiera sido un invasor con ansias de conquista (mi única
conquista deseada era la belleza) quizá me hubiera desfondado. Aún quedaba un
buen trecho y las piernas respondían, aunque con esfuerzo, la respiración
diafragmática controlando el resuello.
Gjirokastra había seguido las
vicisitudes guerreras e históricas del resto del país, aunque se había
significado en ciertos periodos más cercanos, como la aventura de Alí Pacha de Tepelene,
admirado por Lord Byron, que le conoció en su primer viaje a Oriente, o por Alejandro
Dumas, que le dedicó una novela, según leí en la guía. El poder otomano se
tambaleaba y este personaje de tintes románticos llegó a declarar la
independencia en 1819. Capturado dos años después fue decapitado. Eso amplió su
leyenda.
La ciudad acogió la asamblea de 1880,
otro paso más hacia la independencia, y entre la independencia definitiva de
los otomanos y el final de la Segunda Guerra Mundial pasó por el dominio
griego, italiano y alemán. En la revuelta de 1997 fue un enclave esencial para
la definitiva caída de Berisha. Gente reivindicativa y activista, sin duda.
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