No descubro nada nuevo si digo
que las ciudades hay que degustarlas de día y de noche, con el ambiente de
actividad diurna y con la tranquilidad que sobrevuela en la oscuridad nocturna.
Los cambios en la percepción son evidentes y el viajero, que vive de
sentimientos y sensaciones, acumulará nuevas riquezas para su espíritu.
Por la tarde habíamos delineado en
nuestra mente una ligera idea sobre las empinadas y a veces retorcidas calles y
callejones en torno al bazar. El trazado estaba ajustado a la determinante orografía
de la montaña. Era el momento de obtener una idea general y de conjunto del
casco antiguo y de la ciudad moderna y para ello lo mejor era subir al castillo.
Sería nuestra particular vista cenital desde las alturas.
Me desperté a las 7 de la mañana.
No había dormido demasiado bien. Mi habitación daba a un lugar, como un pequeño
patio interior, con una máquina que producía un ruido de compresor ensordecedor
y constante. Además, me levanté al poco de apagar la luz por otro ruido, que
creí producía el minibar y que aún me pregunto por su origen. Me puse los
tapones y logré conciliar el sueño.
En el desayunador, la marabunta
del numerosísimo grupo de españoles había arramblado con casi todo y tuve que
ajustarme a lo que quedaba. La gente acumulaba los alimentos como si no hubiera
abastecimiento y quisiera especular con ellos, sin tomar en consideración a los
siguientes. Muy solidarios.
Hubo una incidencia para cargar
las maletas. El encargado de la obra en la plaza Çerçiz Topulli no dejaba
acceder a nuestro autocar. Hubo un tira y afloja. Salieron los del hotel,
entablaron conversaciones y al final se impuso la razón.
Mientras, el “grupo marabunta”
se había reordenado y su guía les había ofrecido como extra subir al castillo,
al conocer que lo visitaríamos nosotros. La carencia de guías oficiales había
obligado a las agencias a movilizar a todo aquel que tuviera algún conocimiento
turístico. Dorian comentó que el del otro grupo era personal de oficina y
conocía más bien poco el país.
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