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Albania, el país de las águilas 72. El Kanun IV.


 

Durante la época de Enver Hoxha la práctica fue prohibida y castigada con pena de muerte. Al caer el régimen comunista se rehabilitó su práctica, según leí. Y se extendió con la crisis de 1997 y la depresión económica. Seguía practicándose en el norte de Albania, aunque no se percibía en las calles.

La conciliación de la sangre era una forma de terminar con esa locura de encadenamiento de ejecuciones. Mandaban mediadores y negociadores para establecer una indemnización que compensara la venganza. No era tarea fácil ya que la cuestión de base que había originado todo podía perderse en el tiempo y casi ignorarse.

La otra opción era el enclaustramiento, que convertía a esa persona en un muerto en vida. El gjakës se marchaba a la kulla de enclaustramiento condenado a vivir en el ostracismo y temiendo que si salía a la calle le mataran.

No se olvidaban los débitos de sangre, aunque hubieran transcurrido décadas sin muertes. Kadaré habla en su obra del “Libro de las sangres” en que aparecían pormenorizadamente los débitos de muerte, las amortizaciones, las generaciones extinguidas por la espiral de violencia, el arrastre de una muerte hacia otras. Si alguien tenía dudas podía acudir a él para recordar la sangre pendiente.

La venganza de sangre tenía también un perfil económico. Quienes debían cobrarse una deuda labraban sus tierras ya que les correspondía el turno de matar y no estaban amenazados. Al ejecutar la venganza dejaban sus tierras baldías. Además, quien mataba debía de entregar una fuerte cantidad a la kulla de Orosh, que administraba las tasas de venganza. Esas tasas eran su principal fuente de ingresos, lo que hacía pensar si no promoverían las venganzas para recaudar más. Algunas familias podían arruinarse o perder los ahorros de una vida por esas tasas e indemnizaciones. Si herían a la víctima, se podía considerar que se saldaba la mitad de la deuda o se indemnizaba al herido. En algún caso, el herido que lo era en varias ocasiones podía vivir él y su familia cómodamente con esas indemnizaciones. Hasta que su ejecutor acertara y lo matara.

La venganza de la sangre estaba sujeta a un estricto ritual. Antes de disparar había que advertir a la futura víctima. Había que colocar el cuerpo inerte boca arriba y apoyarle el fusil en la cabeza. “Abandonar al muerto boca abajo y con el fusil apartado de él, constituía una vergüenza imperdonable” -afirmaban en Abril quebrado.

Después venían las proclamas, la solicitud de la besa de 24 horas o la de un mes, una tregua durante la que no se podía ejecutar la venganza. El homicida acompañaría al cortejo fúnebre. También acudiría a la comida de difuntos en la kulla de su víctima, algo que me dejaba perplejo. La pequeña besa, la besa grande.

La camisa del pariente vengado que llevaba en el momento de su muerte era retirada del tendedero. Allí había permanecido desde la muerte hasta la venganza. Esperaba para “ser lavada solo después de consumarse la venganza de sangre”. En la del recién fallecido colgarían esa otra camisa ensangrentada.

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