La fachada era imponente y daba
la impresión de una fortaleza. A la misma asomaban muchas ventanas y troneras
muy útiles para la defensa de la casa. En el siglo XVIII eran muy habituales
las disputas entre familias que acababan a tiros. Busqué en la piedra de la parte
baja algún impacto. La parte superior, como dos terceras partes, estaba
encalada. Era la que se podía percibir desde el valle o desde la zona inferior
y era la que le imprimía carácter.
Nos asumamos a la planta baja,
donde había un aljibe, una zona de almacén con algunos aperos, la fresquera y
otras dependencias. En la primera, estaban las habitaciones para la pareja
principal, para las mujeres y para los invitados. No había demasiado
mobiliario. Los armarios guardaban ropa de cama y otros objetos del hogar. Me
gustaron las estufas. Había cinco baños y varios hammam.
Para el verano, la familia
terrateniente buscaba el aire sanador en el balcón de madera. Las vistas sobre
las montañas nevadas que había al otro lado del valle ofrecían una belleza
turbadora cubiertas por las nubes.
Dorian nos comentó algunas
tradiciones, como la que obligaba a que las mujeres estuvieran a resguardo de
las miradas de los visitantes ajenos a la familia, algo parecido a lo que
ocurría con los musulmanes. Los dueños de la casa eran ortodoxos. Los rituales
para elegir novia y futura esposa eran graciosos e interesantes. Aquél era un
universo tradicional enraizado en costumbres que a nosotros nos parecieron
caducas o extrañas.
La habitación más decorada, la
de las fiestas de las mujeres, era la única que no podía ser fotografiada.
El régimen comunista quiso
comprar por una miseria la casa. Los dueños se negaron a ello y quizás
sufrieron las consecuencias de su decisión. Ello les permitió retenerla y legárnosla
para conocer esa parcela del pasado. Aún mantenía los frescos originales del
siglo XVIII que decoraron los muros. El más relevante representaba una escena
de caza de un venado o ciervo, asociado con el culto al sol.
Cuando salimos era ya de noche.
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